Ética
Conflictos de Interés
Su propia medicina. Los activistas que defienden a los pacientes lideraron la reducción del precio de los medicamentos que salvan vidas. Tendrán que volver a encontrar su voz para resolver la actual crisis de los medicamentos de venta con receta (Their Own Medicine. Patient activists were once at the forefront of lowering the cost of life-saving medication. To solve today’s prescription drug crisis, they’ll have to find their voice again.)
Fran Quigley
Washington Monthly, abril-junio de 2018
https://washingtonmonthly.com/magazine/april-may-june-2018/their-own-medicine/
Traducido por Salud y Fármacos
¿Por qué es tan difícil reducir el precio de los medicamentos de venta con receta?
Considere el final de un intento muy tímido de los últimos días de la administración Obama. En 2016, bajo una disposición poco conocida de la Ley de Reforma del Sistema de Salud (Affordable Care Act), el Departamento de Salud y Servicios Humanos propuso un plan para estudiar un aspecto del problema: la cantidad que Medicare paga por los medicamentos administrados en consultorios médicos, que se habían más que duplicado en solo ocho años. Según la práctica vigente, los médicos que administran medicamentos en el consultorio, generalmente para el cáncer, la artritis reumatoide o la enfermedad ocular, reciben un reembolso por el costo promedio de los medicamentos más un 6%. Es un caso clásico de incentivos perversos: cuanto mayor es el costo del tratamiento, más se le paga al médico. Varios estudios confirman lo que predice el sentido común: la estrategia hace que los médicos prescriban medicamentos más costosos de lo que de otra manera costarían. Se proponía hacer un experimento de cinco años cambiando el reembolso médico a una tarifa fija más un 2.5% del costo del medicamento. Los costos para Medicare se compararían con un grupo control que seguiría siendo reembolsado con la tasa del 6%. Si el nuevo plan de reembolso redujera los costos, Medicare consideraría cambiarlo de forma permanente.
A primera vista, las reacciones a la propuesta eran predecibles. Fue bien recibida por los grupos de consumidores, incluyendo AARP. Los grupos de médicos y las compañías farmacéuticas, que con el cambio podían perder importantes ingresos, se opusieron. Lo más sorprendente fueron los poderosos aliados que se pusieron del lado de los médicos y Big Pharma: organizaciones de defensa del paciente. Ciento cuarenta y siete de esos grupos -con nombres como Epilepsy Foundation, Kidney Cancer Association y Lung Cancer Alliance- firmaron una carta al Congreso y al gobierno de Obama insistiendo en que el plan “representaría un importante retroceso para los pacientes y personas con discapacidades”. Los legisladores de ambos partidos, incluyendo la demócrata Nancy Pelosi y el republicano Tom Price, el futuro secretario (y ahora exsecretario) de DHHS, comenzaron a hacerse eco de las objeciones de los grupos de pacientes, oponiéndose abrumadoramente al experimento. En diciembre de 2016, la administración Obama retiró la propuesta.
¿Por qué los grupos que representan a los pacientes, que dependen de los medicamentos de venta con receta, se oponen a un intento de reducir los precios de esos medicamentos? No hay duda de que estaban honestamente preocupados por las posibles consecuencias no anticipadas. Pero también había otra variable. Los grupos de pacientes se enfrentan a su propio incentivo perverso: el dinero de la industria farmacéutica. Un estudio realizado por Public Citizen descubrió que tres cuartas partes de los grupos de pacientes que públicamente se opusieron al experimento de Medicare habían recibido fondos de la industria farmacéutica. Probablemente son más, ya que los grupos no están obligados a revelar los nombres de sus donantes.
Los grupos de defensa de los pacientes gozan de excelente reputación entre el público y los legisladores. En momentos difíciles brindan educación, asesoramiento e incluso asistencia financiera a pacientes y familiares, y promueven que haya más educación y estrategias de prevención. Pero cuando se trata de los precios de los medicamentos, su dependencia del financiamiento de la industria farmacéutica, junto con un deseo natural de no poner en peligro el desarrollo de nuevos tratamientos, suele colocar a los grupos de pacientes del lado de la industria.
Y eso es un problema, porque la industria es el motor de la crisis de los precios de los medicamentos de venta con receta. En los últimos cuarenta años, las compañías farmacéuticas han presionado implacablemente para que la política federal mantenga altos los precios, argumentando que las enormes ganancias son esenciales para estimular la inversión en medicamentos nuevos. Gracias especialmente a las leyes y los acuerdos comerciales que protegen el lucro de las compañías farmacéuticas con las patentes, la industria se ha convertido en uno de los sectores más rentables de la historia. Y ha usado esas ganancias para obtener influencia política, empleando solo en Washington DC más del doble de cabilderos que miembros tienen el Congreso.
Si bien los dramáticos aumentos de precios, como el aumento del 450% en el costo de EpiPens y el de 5.000% en el de Daraprim, el último bajo la tutela del famoso “defensor de las farmacéuticas” Martin Shkreli, se han ganado los titulares de los periódicos, un asombroso 90% de los medicamentos de marca han más que duplicado su precio en la última década. Un estudio de 2016 descubrió que uno de cada cinco estadounidenses informó que no surtía sus recetas porque no podía pagarlas.
Hay muchas ideas para controlar los precios de los medicamentos. Los legisladores han presentado docenas de propuestas en el Congreso y en las legislaturas estatales. Muchos cambiarían la forma en que trabaja la industria mucho más radicalmente de lo que lo haría un simple ajuste al reembolso de Medicare. Pero el fracaso de la propuesta de la administración Obama para modificar la Parte B de Medicare muestra que, mientras los grupos de pacientes se interpongan en el camino, es poco probable que haya cambios reales. No hace mucho tiempo que, en nombre de los pacientes, los activistas estaban a la vanguardia de la reducción del precio de los medicamentos que salvan vidas. Para resolver la actual crisis de los medicamentos de venta con receta, tendrán que volver a encontrar su voz.
A finales del siglo XX, se produjo un gran avance en el tratamiento del VIH / SIDA. El descubrimiento de los antirretrovirales, o ARVs, convirtió un virus que se pensaba que era una sentencia de muerte en una enfermedad crónica pero manejable, para aquellos que podían pagar la medicina. Pero, a pesar de que los científicos apoyados por el gobierno desempeñaron un papel clave en su desarrollo, el medicamento milagroso estaba protegido por las patentes monopólicas de las compañías farmacéuticas multinacionales. Eso significaba que las compañías podían cobrar precios exorbitantes por el tratamiento, y lo hicieron.
De hecho, el creciente costo de los medicamentos de venta con receta ha sido simultáneo al esfuerzo de la industria por expandir su control monopólico con las patentes de medicamentos. La primera gran victoria de la industria fue la Ley Bayh-Dole de 1980, que permitió a las compañías farmacéuticas privadas solicitar patentes sobre medicamentos desarrollados a través de investigaciones financiadas por el gobierno de EE UU. Su segunda victoria política se produjo en 1995, con el Acuerdo sobre los ADPIC (Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio). Ese acuerdo obligó a la comunidad global a adoptar protecciones de patentes al estilo de EE UU, comenzando con un monopolio inicial de veinte años, que se extiende rutinariamente mediante hábiles maniobras corporativas legales.
En el contexto de los ARV, la existencia de estos monopolios de patentes prioriza las ganancias corporativas a las vidas humanas. Aunque el medicamento podía producirse por algo más de US$1 por dosis, el precio establecido por los titulares de las patentes era superior a US$1,000 al mes. Para los países de bajos ingresos, era una carga imposible. Al cambiar el siglo, solo uno de cada 1,000 africanos infectados con el VIH tenía acceso a los medicamentos. Mientras tanto, en África, más de dos millones de personas morían cada año por SIDA.
En la comunidad de salud global se aceptaba que simplemente sería imposible tratar el VIH en el mundo en desarrollo. Un destacado artículo en la prestigiosa revista médica británica The Lancet argumentó que los funcionarios de los países pobres deberían resistir el “atractivo político” de brindar tratamiento contra el SIDA, e invertir sus recursos limitados en la prevención. “Es políticamente incorrecto decirlo, pero tal vez tengamos que sentarnos y observar cómo mueren millones de personas”, dijo un funcionario de salud global no identificado al Washington Post a principios de 2001.
Pero las personas que viven con el VIH tenían otra opinión. En 1998, un grupo de pacientes sudafricanos con conexiones con el movimiento contra el apartheid y el anterior y exitoso movimiento por el tratamiento del SIDA en EE UU formaron la Campaña de Acción por el Tratamiento (Treatment Action Campaign o TAC). TAC lanzó una campaña de desobediencia civil, importando ilegal pero abiertamente una versión genérica del medicamento contra el SIDA, fluconazol, que costaba menos del 10% del precio que el titular de la patente, Pfizer, cobraba en Sudáfrica. Las manifestaciones de TAC fueron cada vez más grandes e insistentes, llenando las calles con miles de manifestantes chillando y cantando. Los activistas realizaron “teatro imitando muertes” y presentaron cargos de homicidio culposo contra el ministro de salud.
Las compañías farmacéuticas, heridas por la publicidad negativa, decidieron pasar a la ofensiva, solicitando que se bloqueara una ley sudafricana que abría la puerta a la importación de medicamentos genéricos. El Representante de Comercio de EE UU respaldó a la industria y acusó al gobierno de Sudáfrica de violar las leyes internacionales de propiedad intelectual.
Pero TAC y otros activistas también sabían cómo jugar duro. En EE UU, Al Gore era entonces candidato presidencial y había apoyado las tácticas de la industria para resistir el acceso a los ARV genéricos. Así que los activistas lo interrumpieron implacablemente en sus apariciones públicas. Incluso interrumpieron su anuncio oficial de campaña, cantando “Gore’s Greed Kills (la avaricia de Gore mata)” y repartiendo volantes que decían “El vicepresidente Gore hace el trabajo sucio de la industria farmacéutica”.
El hilo conductor de todo este activismo era que los pacientes eran los líderes, exigiendo que el tema pasara de una discusión abstracta sobre las leyes de propiedad intelectual a una cuestión de derechos humanos. Como dijo un activista de TAC VIH-positivo en una protesta, “me estás negando los medicamentos. Míreme a la cara y dígame que muera”. El cofundador de TAC, Zackie Achmat, se negó a tomar ARVs hasta que estuvieran ampliamente disponibles para los pobres del país. Sufrió infecciones de los pulmones que amenazaron su vida, pero se mantuvo fiel a su promesa, incluso después de que el presidente sudafricano Nelson Mandela le suplicara personalmente que tomara los medicamentos.
Finalmente, según los informes, a instancias de Gore, el presidente Clinton cedió y emitió una orden ejecutiva en mayo de 2000 prometiendo no interferir con el esfuerzo de las naciones africanas para obtener medicamentos más baratos contra el SIDA. Los activistas ahora centraron su atención en las corporaciones. El 5 de marzo de 2001, el día en que comenzaron los argumentos orales sobre la demanda de las compañías farmacéuticas contra Sudáfrica, TAC encabezó un “Día mundial de acción” contra las corporaciones. En las ciudades principales, los manifestantes portaban letreros que decían “Detener el apartheid médico”. Otros convocaron audiencias ficticias frente a las oficinas de GlaxoSmithKline y Bristol-Myers Squibb, declarando a las compañías culpables de asesinato.
Las compañías farmacéuticas parpadearon. Seis semanas después del Día de Acción Global, abandonaron su demanda, incluso acordaron pagar los honorarios legales del gobierno sudafricano. Al desaparecer las barreras a la importación de los medicamentos genéricos, los precios de ARVs cayeron hasta en un 99%. Las Naciones Unidas crearon el Fondo Mundial de Lucha contra el SIDA, la Tuberculosis y la Malaria en 2002, y el presidente de EE UU, George W. Bush, anunció en 2003 el Plan de Emergencia del Presidente para el Alivio del SIDA (PEPFAR).
En 1999, solo 20.000 sudafricanos recibían ARVs. Hoy son más de tres millones. A nivel mundial, PEPFAR y el Fondo Mundial brindan tratamiento antirretroviral a más de diecinueve millones de personas. Después de que la industria farmacéutica abandonara su demanda sudafricana, el líder de TAC, Zackie Achmat, dijo a una multitud que gritaba afuera de la sala del tribunal: “Hemos logrado que la industria más poderosa del mundo tiemble en sus botas”.
La industria aprendió de su derrota y desde entonces ha estado gastando millones en cooptar a los grupos de pacientes. Un informe reciente publicado en el New England Journal of Medicine reveló que al menos el 83% de los grupos sin fines de lucro más grandes de defensa de pacientes y enfermedades aceptan donaciones de la industria farmacéutica. (De nuevo, seguramente son más, porque los grupos no tienen que revelar el nombre de sus donantes). La mayoría de las organizaciones no informan la cantidad específica de las donaciones, pero la información disponible sugiere que la mayoría de las donaciones de la industria probablemente fueron de US$1 millón o más anualmente. La American Diabetes Association, por ejemplo, recibió US$2,5 millones de la Fundación Eli Lilly en 2015, y el año pasado se negó a tomar una posición a favor de una ley en Nevada para bajar los precios de la insulina, a la que Lilly se oponía. Las juntas de gobierno de muchas organizaciones de pacientes incluso incluyen a ejecutivos de la industria farmacéutica. “La voz del ‘paciente’ habla con acento farmacéutico”, dijo el científico principal del estudio, Matthew McCoy, a Kaiser Health News.
La minoría de grupos de pacientes que se oponen a ser comprados enfrentan un desafío importante, dice David Mitchell, un paciente con mieloma múltiple y fundador de Patients for Affordable Drugs, que se niega a recibir dinero de la industria. “Tómeme como ejemplo: tengo un cáncer incurable que no responde a los medicamentos existentes, así que necesito que se descubran medicamentos nuevos”, dice Mitchell. “Y las compañías farmacéuticas saben que hay muchas personas como yo o que tienen seres queridos como yo, por eso dicen que necesitan estos precios para encontrar los nuevos medicamentos. Es como una extorsión: dame tu dinero o voy a apretar el gatillo”.
El marketing de la industria farmacéutica es un poco más sutil que eso, pero se centra en la noción de que los altos precios de los medicamentos están justificados por la investigación que realizan las empresas. Hay un gran problema con ese argumento: una gran proporción de esa investigación es realmente pagada por el gobierno.
La investigación básica que constituye la primera parte del proceso de desarrollo de medicamentos consume mucho tiempo, es costosa y, a menudo, frustrante. Las empresas son cautelosas para invertir en investigaciones que pueden no resultar en un medicamento rentable. Por lo tanto, recurren a los gobiernos, especialmente a los Institutos Nacionales de Salud de EE UU (NIH) y su presupuesto anual de US$32.000 millones para la investigación médica, para que asuman el riesgo. Un estudio de los medicamentos que recibieron el estatus de revisión prioritaria de la FDA entre 1988 y 2005 -una designación que se otorga a los medicamentos con mayor probabilidad de tener un impacto importante- mostró que dos tercios de ellos se habían desarrollado a partir de investigación financiada por el gobierno. El financiamiento de los contribuyentes de EE UU contribuyó a la ciencia que subyace a cada uno de los 210 medicamentos nuevos, aprobados entre 2010 y 2016. Los fármacos pioneros para tratar el cáncer y la salud mental, junto con las vacunas, todos deben su existencia a la investigación financiada por los contribuyentes.
Al financiamiento directo que hace el gobierno de la investigación, hay que sumar los créditos tributarios que el gobierno otorga a la industria farmacéutica, que pueden alcanzar hasta el 50% de los costos de investigación, y las compras masivas que hace el gobierno de sus productos. En total, algunos analistas calculan que el sector privado solo paga un tercio de la investigación biomédica de EE UU. Y gran parte de esto es para los llamados medicamentos “yo también”, que no ofrecen ningún beneficio terapéutico nuevo en comparación con los productos ya disponibles. Esto ayuda a explicar por qué la industria gasta mucho más en publicidad y ventas que en investigación y desarrollo.
Más allá de esta ecuación en la que el contribuyente paga dos veces, cada vez hay más pruebas que socavan la premisa de que hay que otorgar patentes de monopolio para estimular la innovación. Hasta el último tercio del siglo XX, la mayoría de los países prohibían o limitaban la protección de patentes para los medicamentos. Esto refleja la creencia generalizada de que los medicamentos son un bien público. Los inventores de la insulina ganaron un Premio Nobel en 1923 por sus esfuerzos, pero vendieron sus patentes por un dólar cada una para que se pudiera distribuir ampliamente el medicamento. “La insulina no me pertenece, pertenece al mundo”, explicó su principal inventor, Frederick Banting. Un artículo reciente de la profesora de la Universidad d Nueva York (NYU) Petra Moser descubrió que los países sin leyes de patentes han producido más inventos que los que les corresponden, incluyendo medicamentos innovadores.
Las propuestas actuales para reformar el sistema de medicamentos en EE UU van desde exigir transparencia corporativa en los costos de investigación y los beneficios, hasta tratar a la industria farmacéutica como un servicio público. Múltiples proyectos de ley pendientes en el Congreso legalizarían la importación de medicamentos más baratos de Canadá. Las propuestas más ambiciosas avanzarían hacia un sistema de desarrollo de medicamentos libre de patentes y sin fines de lucro. Dean Baker, del Centro de Investigación Económica y Política, calculó que, si EE UU proporcionara medicamentos sin el precio artificial impuesto por las patentes monopólicas, un margen que financia las extraordinarias ganancias de la industria, los altos salarios de los ejecutivos y decenas de miles de millones de dólares en marketing anual, los ahorros podrían financiar varias veces lo que la industria privada invierte en investigación y desarrollo.
Por supuesto, la industria farmacéutica ve ese tipo de reforma como un desafío existencial, y se resistirá con todos los recursos que tiene a su disposición. La historia de cómo ocurren los cambios sociales sugiere que la única forma de superar esa resistencia será un movimiento dirigido por los más afectados por la crisis de los precios de los medicamentos. Las campañas mundiales como el movimiento por los derechos civiles en EE UU y el movimiento antiapartheid sudafricano se beneficiaron de simpatizantes aliados. Pero en el frente siempre había personas que fueron víctimas de la injusticia. “Siempre hay un papel importante para el experto, el investigador de políticas, para quienes recopilan evidencia”, dice Diarmaid McDonald de la campaña de Tratamiento Justo en el Reino Unido “Pero habrá muy pocos cambios si al cabildear a los que toman decisiones no figuran las voces de los pacientes.”
Hay signos de esperanza en que este tipo de defensa de los pacientes resurja. El grupo de David Mitchell, “Pacientes por los medicamentos asequibles”, reunió miles de historias de pacientes y desempeñó un papel importante en el éxito de la transparencia de los precios de los medicamentos a nivel estatal en Maryland y California. En 2016, las pacientes oncológicas Zahara Heckscher y Hannah Lyon cometieron una desobediencia civil de alto perfil cuando ocuparon el vestíbulo del edificio de Washington que alberga al grupo de presión de la industria farmacéutica y protestaron por las extensiones a las patentes monopólicas que se incluían en la propuesta de la Asociación Transpacífico. (Heckscher, que tenía cáncer de mama, murió a causa de la enfermedad a principios de este año).
En Sudáfrica, la Campaña de Acción por el Tratamiento construye sobre su legado por el tratamiento contra el VIH / SIDA y argumenta a favor del acceso al tratamiento del cáncer de mama, que es inaccesible para la mayoría de las mujeres en el país. Los activistas en India y Tailandia han presionado con éxito para tener mayor acceso a los medicamentos genéricos contra el cáncer. La Unión para el Tratamiento Asequible del Cáncer, liderada por la paciente de cáncer de mama Manon Ress, encabeza la lucha por la fabricación en EE UU de genéricos del quimioterápico paclitaxel y ayudó a reducir el precio de un medicamento contra el cáncer de mama en el Reino Unido.
El año pasado, cuando los legisladores de Nevada consideraron un proyecto de ley que exigía transparencia en los precios de la insulina, y los grupos establecidos de pacientes con diabetes que habían recibido financiación farmacéutica se negaron a tomar una posición, otros pacientes hicieron la lucha. T1International, un nuevo grupo de pacientes con diabetes tipo 1 que rechaza la financiación de la industria, ayudó a organizar una campaña en línea, a base de voluntarios, para respaldar el proyecto de ley de Nevada, utilizando el hashtag # insulina4all. También denunció a los grupos más grandes de pacientes por su timidez en hablar de los precios de los medicamentos y organizó en septiembre una manifestación de pacientes “Stop Price Gouging (Dejen de manipular los precios)” fuera de la sede del fabricante de insulina Eli Lilly. (Nota: soy parte de una organización que copatrocinó ese evento).
La directora de T1International, Elizabeth Rowley, dice que comprende la decisión de otros grupos de pacientes de recibir el dinero de la industria y utilizarlo bien sin invertirlo en abogacía. Pero ella y sus colegas en T1International están decididos a evitar esos compromisos, incluso si eso significa que su organización tendrá poco financiamiento comparado con los grupos más grandes de pacientes con diabetes. “Es muy importante que el público escuche a los pacientes que están luchando, porque son los que más saben”, dice.
Esa fue la lección del movimiento por los precios de los medicamentos para el VIH / SIDA, y David Mitchell también está de acuerdo. “El cambio significativo no ocurrirá sin la voz centrada del paciente independiente”, dice. “En ausencia de esa voz, las compañías farmacéuticas y los gerentes de beneficios farmacéuticos llenarán ese vacío con—perdona la palabra—mierda”.