¿Se trata de una competencia frenética basada en la esperanza de frenar la pandemia de Covid19 y volver a la vida ordinaria lo antes posible? ¿O de una loca carrera por la rentabilidad a corto plazo a expensas del desarrollo de productos para la salud, de la seguridad, de la adherencia a las vacunas o incluso del uso de dinero público? En la carrera por las vacunas contra Covid19 ¿quién protegerá la salud pública?
A finales de junio, China fue el primer país en anunciar su decisión de autorizar la vacuna Ad5nCoV, desarrollada por la firma china CanSino para uso militar, apenas seis meses después de haber identificado el nuevo virus SARS-CoV2. En agosto, Rusia sorprendió al mundo con su candidata a vacuna “Sputnik V”, generando preocupación en la comunidad internacional, ya que esta autorización parece prematura. En EE UU, el presidente Donald Trump está haciendo todo lo posible para que el candidato desarrollado por Moderna salga al mercado antes de las elecciones presidenciales del 3 de noviembre. Por su parte, el gobierno británico está adaptando su marco legal para poder autorizar una vacuna antes de fin de año, mientras que la Agencia Europea de Medicamentos (EMA) ya ha autorizado el desarrollo de vacunas mediante procesos acelerados.
La urgencia está ahí, pero confundir la velocidad con la precipitación puede poner en peligro cualquier respuesta adecuada a la pandemia. Para dar respuesta a la crisis, se está utilizando un modelo basado en la competencia y en la aceleración de trámites, que no es el más adecuado para desarrollar estas herramientas imprescindibles. Solo serán imprescindibles si son lo suficientemente eficaces. Porque, de momento, y aún lejos de la cercana meta que han prometido muchos líderes internacionales, esta carrera parece estar mucho más encaminada a satisfacer las estrategias geopolíticas de dominación, los intereses populistas o incluso financieros de las multinacionales farmacéuticas. La idea que prevalece es que tal o cual país, o tal industria, debe ser la primera en ganar esta carrera, casi logrando que nos olvidemos del gran desafío científico que representa el desarrollo de las vacunas, un esfuerzo que suele requerir entre cinco y diez años de investigación y desarrollo.
Aquí, los estados, y otros, han decidido realizar simultáneamente las diferentes fases de la investigación, que suelen ejecutarse de forma sucesiva. Han comprimido los procesos esenciales para evaluar la seguridad y la eficacia de cualquier producto para la salud. Incluso, para satisfacer la demanda global, se ha iniciado la producción masiva de dosis mientras se realizan las diferentes fases de los ensayos clínicos, sin tener ninguna garantía de que los candidatos a vacunas son eficaces.
La lógica de competir
En esta loca carrera, donde ir ganando velocidad parece más importante que desarrollar las mejores herramientas para satisfacer las necesidades de las poblaciones, la lógica de la competencia fomenta la opacidad y la ausencia de colaboración y consulta entre los distintos actores. Consecuentemente, los desarrolladores de las ocho principales candidatas a vacunas con las que se están haciendo ensayos de fase 3 optaron por apuntar a la misma proteína del virus, porque a corto plazo parecía más fácil, descuidando otras líneas de investigación potencialmente más prometedoras a largo plazo. No estamos seguros de que un proceso más consultivo, en que se intercambiaran los resultados preliminares, hubiera sido más lento, pero seguramente habría reducido el riesgo de obtener vacunas deficientes.
La Organización Mundial de la Salud (OMS), tras consultar con expertos internacionales, publicó un “perfil del producto objetivo”, que incluye las características mínimas que debe cumplir una vacuna útil para la salud pública.
Desafortunadamente, los desarrolladores no están obligados a seguirlo. Y, dado que los protocolos de los estudios clínicos se mantienen secretos [Nota de Salud y Fármacos: Pfizer, Moderna, AstraZeneca y Johnson&Johnson los acaban de publicar], no tenemos información precisa para evaluar los objetivos de los estudios en curso. ¿Cómo, por ejemplo, determinan la tolerancia de los productos en desarrollo o simplemente su eficacia?
La eficacia no es binaria, no se puede evaluar entre todo y nada, y conocer las escalas de valoración es fundamental para establecer políticas de inmunizaciones. Una vacuna que no genere inmunidad colectiva aportaría un beneficio muy limitado a nivel de población. Los estudios muestran que no se alcanzaría inmunidad colectiva si el nivel de protección de la vacuna fuera inferior al 60%, aun cuando toda la población recibiera la vacuna, lo que parece poco probable. Las candidatas a vacunas que se están utilizando en los estudios de fase 3 podrían tener una efectividad muy inferior al 60%, y podrían reducir un poco la gravedad de la infección.
Por tanto, es fácil entender la tentación de un desarrollador inmerso en una lógica de competencia: si quiere que su ensayo sea el primero en aparentar ser exitoso, la pregunta inicial que deberá responder el protocolo tiene que ser lo más amplia posible, y debe ser fácil de responder. Por ejemplo, le interesa que la pregunta sea “¿es una vacuna eficaz?” Porque pone pocas limitaciones a las definiciones que se utilicen a posteriori para describir lo que el estudio fue capaz de demostrar, ni tiene que responder públicamente a la pregunta “¿con qué nivel de eficacia?”.
Por eso es fundamental que, una vez finalizado el estudio, un comité independiente revise los protocolos y sus resultados, y que expertos independientes definan las características ideales de los productos finales. Este comité, cuyas discusiones y trabajos deben ser abiertos, públicos y transparentes, permitiría reflexionar sobre las estrategias para desarrollar herramientas complementarias, sin tener que competir. Por ejemplo, una vacuna que bloquee la transmisión podría ser más adecuada para los trabajadores de la salud, mientras que otra que limite la gravedad de los síntomas, sería más adecuada para los ancianos o personas con otras morbilidades. Pero ese enfoque no parece ser el que se está utilizando en este contexto internacional de competencia frenética.
¿Estamos preparados para gastar miles de millones de dinero público para obtener beneficios limitados para la salud? ¿Deben las autoridades públicas firmar cheques en blanco para los fabricantes, desregular y luego retirarse de los procesos de evaluación, investigación, producción y marketing de los productos? Porque a fuerza de admirar la historia de éxito de la pequeña startup Moderna, que está desarrollando una de las vacunas candidatas más avanzadas, olvidamos que su principal fortaleza es tener como socio intelectual de investigación y logística, y como financiador a los enormes Institutos Nacionales de Salud (NIH), financiados con dinero público estadounidense. En Francia, en junio, el laboratorio Sanofi, que ha recibido numerosas ayudas públicas para el desarrollo de una vacuna contra el SARS-CoV2, incluso amenazó con priorizar el abastecimiento de EE UU a cambio de obtener más ayudas públicas, además de las que ha recibido de la Unión Europea y Francia.
La empresa ganó su caso el 31 de julio, cuando la Comisión Europea anunció un acuerdo con la empresa y GSK, por el que les garantizaba la compra de 300 millones de dosis. Si bien se habla constantemente de las inversiones de las empresas para justificar este tipo de acuerdos, no se menciona el alcance de los riesgos que asume el público al financiar estos candidatos a vacunas, cuya efectividad y seguridad no están garantizadas.
El papel de los Estados en esta “carrera” es paradójico. Por una parte, al observar como la industria farmacéutica se autorregula, casi se creería que los Estados han desaparecido, cuando de hecho nunca han estado tan presentes como financiadores y facilitando el acceso a su infraestructura pública de investigación.
El mero hecho de que las autoridades públicas no tengan acceso a los protocolos de los ensayos clínicos cuando los están financiando con miles de millones de euros públicos debería suscitar indignación. En mayo de 2019, los estados miembros de la OMS se comprometieron a implementar políticas de transparencia, incluyendo en los ensayos clínicos, los precios, la financiación de la investigación y el desarrollo, y las patentes.
Desde el inicio de la crisis de Covid19, se han presentado muchos ejemplos de las dramáticas consecuencias de la opacidad. Si bien la resolución de la OMS no es vinculante, su implementación es más crucial que nunca para orientar las políticas de salud pública y frenar la pandemia mundial que estamos viviendo.
La necesidad de transparencia
En cuanto a las vacunas, como para todos los productos para la salud, la transparencia de los protocolos de investigación y los datos clínicos, así como la revisión independiente y sistemática de estos por parte de la comunidad científica, es una necesidad, un requisito ético y una urgencia absoluta. Los Estados también deben publicar los contratos que firman con las empresas farmacéuticas y deben exigirles que publiquen de inmediato los protocolos de los ensayos en curso, y sus resultados detallados tan pronto como completen los estudios.
Es decir, el modelo de competencia no es adecuado. Corre el gran riesgo de producir vacunas mediocres, que no tengan un impacto real en la pandemia a nivel global, especialmente si se tiene en cuenta el compromiso financiero y logístico de las autoridades públicas. Sin embargo, se debe promover un modelo de cooperación, con estudios transparentes en referencia a sus objetivos, métodos, financiamiento y condiciones de acceso.
Este camino, que no confunde urgencia con rentabilidad a corto plazo, no garantiza un éxito rápido, pero no lo excluye y reduce el riesgo de obtener productos poco interesantes.
Esta solución volvería a inscribir a la investigación y el desarrollo en una lógica de interés público, que también debe extenderse a la producción y comercialización, para así garantizar precios justos y el acceso universal. Por tanto, existen otros modelos, pero los Estados deben dejar de limitarse a proveer servicios para las empresas farmacéuticas y recordar que la salud es un asunto público.