Canadá desempeñó un papel heroico, poco conocido, en el desarrollo de la vacuna contra la covid, pero no utilizamos nuestra importante contribución para insistir en que la vacuna estuviera disponible para la población mundial.
En su lugar, permitimos que Pfizer utilizara una tecnología médica clave -desarrollada con millones de dólares provenientes de los fondos de investigación del gobierno canadiense- en su vacuna covid, con la que la empresa obtuvo más de 60.000 millones de dólares en beneficios.
Canadá no recibió ninguno de esos beneficios, ni tuvo voz ni voto sobre quién tendría acceso a la vacuna que salva vidas, a pesar de que la tecnología canadiense, conocida como nanopartículas lipídicas (NPL), es crucial para el funcionamiento de la vacuna. Sin ella, la vacuna de ARNm de Pfizer sencillamente no funcionaría.
La tecnología de nanopartículas lipídicas también es esencial para la vacuna de ARNm de Moderna, que también ha obtenido miles de millones en beneficios.
Así que los contribuyentes canadienses desempeñaron un papel clave en la financiación de la tecnología que hizo posible el desarrollo de las vacunas de ARNm. Sin embargo, las autoridades canadienses no tomaron ninguna medida para garantizar que las vacunas resultantes fueran accesibles a las personas que las necesitaban, en lugar de convertirse simplemente en enormes generadoras de beneficios para Big Pharma.
En este momento, miles de millones de personas en todo el mundo, especialmente en África, siguen sin recibir la vacuna porque las empresas farmacéuticas se resistieron a los esfuerzos internacionales por garantizar que los pobres del mundo tuvieran acceso a sus vacunas covid, o a que los fabricantes locales pudieran producir sus propias versiones de las vacunas.
Según el catedrático de Derecho Matthew Herder, director del Instituto de Justicia en Salud de la Universidad Dalhousie, esta oportunidad perdida pone de manifiesto el sistema profundamente defectuoso de Canadá, en el que Ottawa destina importantes fondos a la investigación médica básica, sin imponer condiciones que garanticen el acceso equitativo a los productos resultantes.
Herder sostiene que los proyectos de investigación que reciben financiación pública deberían estar obligados a establecer condiciones de acceso equitativo, y el gobierno debería contrarrestar el énfasis en la protección de los derechos de propiedad intelectual apoyando la ciencia abierta en el desarrollo de fármacos y vacunas.
En cambio, con el sistema actual, los contribuyentes canadienses gastan unos 1.250 millones de dólares canadienses (1US$= Ca$1,35) al año para financiar la investigación médica básica en las universidades. Cuando esa financiación resulta en un avance médico, los investigadores implicados son los propietarios. Son libres de patentarlo y dirigirse a empresas comerciales -o crear sus propias empresas- para comercializarlo, explica el Dr. Joel Lexchin, profesor de política sanitaria de la Universidad de Toronto.
La tecnología de nanopartículas lipídicas fue desarrollada por el bioquímico Pieter Cullis, de la Universidad de Columbia Británica, con más de Ca$10 millones en fondos federales. Cullis y sus colegas crearon una empresa biotecnológica que se asoció con Pfizer para desarrollar la vacuna covid y obtuvo grandes beneficios.
Pero los contribuyentes canadienses no tienen ningún derecho a la bonanza resultante, a pesar de que financiaron la investigación básica, que suele ser lo más difícil de conseguir.
El sistema actual, que da prioridad a los beneficios privados y a los derechos de propiedad intelectual, contrasta fuertemente con el sistema que ha estado vigente durante seis décadas, cuando Canadá tenía los laboratorios Connaught Labs, de propiedad pública.
Connaught, que estaba explícitamente comprometido con anteponer las necesidades de salud a los beneficios, se convirtió en uno de los principales productores de vacunas del mundo antes de ser privatizado en los años ochenta.
Sin recurrir a los recursos del gobierno o de la universidad, el equipo de científicos de Connaught realizó investigación básica, contribuyendo a algunos de los descubrimientos médicos clave del siglo XX. Connaught también desarrolló y produjo una amplia gama de vacunas y medicamentos, incluyendo la insulina, y los puso a disposición de todo el mundo a precios asequibles.
La privatización de Connaught fue un terrible error, que quedó especialmente claro durante la pandemia de covid, cuando Canadá luchó por acceder a las vacunas (incluyendo, irónicamente, a la vacuna de Pfizer que nuestra tecnología facilitó).
Si Connaught hubiera seguido existiendo, es casi seguro que habría estado entre los centros de investigación más importantes del mundo, esforzándose -y probablemente teniendo éxito- en el desarrollo de una vacuna.
Lamentablemente, el gobierno de Trudeau no ha mostrado ningún interés en volver a crear una empresa farmacéutica de titularidad pública como Connaught. Pero ¿es mucho pedir que, cuando invertimos más de Ca$1.000 millones al año en investigación médica, pongamos algunas condiciones?