La mala conducta científica es un tema plagado de controversias, desde sus formas y definiciones hasta las políticas que rigen la gestión de las denuncias, dice un artículo publicado en Science [1]. Según el artículo, una encuesta publicada hace casi 15 años indicaba que el 2% de los investigadores afirmaban haber falsificado datos en sus publicaciones. No es sólo un problema académico. Los datos falsos promueven tratamientos ineficaces o incluso peligrosos, y frustran el descubrimiento de soluciones reales para la sociedad.
En Estados Unidos, en respuesta a casos de fraude, hace 30 años se estableció la Oficina de Integridad de la Investigación (Office of Research Integrity, ORI) para acabar con la mala conducta en la investigación financiada por los Institutos Nacionales de Salud (National Institutes of Health, NIH). Sin embargo, la ORI carece de los recursos y la autoridad para tener un impacto significativo. A menos que el Congreso revise sus estatutos, la ORI puede hacer muy poco.
El presupuesto de la ORI es de US$12 millones, mientras que el presupuesto de los NIH es US$48.000 millones. A esto se añaden las frecuentes luchas internas sobre el papel adecuado de la ORI, que con frecuencia no ha tenido a nadie ocupando el puesto de director.
La ORI está en proceso de instituir cambios, los primeros desde 2005. Entre otras cosas se están ajustando las definiciones, por ejemplo, aclaran lo que se entiende por el término “imprudente”, que la ORI utiliza en los casos de fraude, y hace hincapié en la indiferencia o el desprecio por la verdad de lo que se afirma. Pero ¿qué hay que hacer cuando alguien ha supervisado, pero no realizado, la investigación en cuestión, como en el caso del ex presidente de la Universidad de Stanford Marc Tessier-Lavigne, que no corrigió problemas en el trabajo de sus becarios? ¿qué es una supervisión razonable y cuándo es tan deficiente que se convierte en imprudente?
La agencia parece mucho más abierta a revelar los resultados de las investigaciones que hacen las universidades, una transparencia que se ha topado con las críticas de las instituciones académicas que afirman que podría “violar las leyes de privacidad o distorsionar los hallazgos reales”. Aun así, la ORI ha perdido una oportunidad para exigir responsabilidades a las instituciones. La ORI sugiere que es responsabilidad de la institución fomentar un entorno que promueva la integridad, ¿cómo debe medirse y juzgarse esto? Las reformas siguen refiriéndose exclusivamente a la conducta indebida de los individuos. Lo mejor sería que una institución pudiera ser considerada responsable de que haya un entorno de investigación tóxico e insolidario.
Incluso si se ajustan más sus recomendaciones, la ORI carece de personal y presupuesto para abordar el posible alcance de las supuestas malas conductas. La oficina se limita en gran medida a supervisar las investigaciones de las universidades en lugar de llevarlas a cabo ella misma, lo que evitaría el evidente conflicto de intereses institucional. La ORI también carece de poder para citar y obligar a declarar a los testigos.
Por otra parte, algunos editores se han mostrado más dispuestos a corregir la información científica. Esto ha dado lugar a más de 10.000 retractaciones en 2023, lo que refleja alrededor del 0,2% de la literatura en todos los campos, un aumento de 10 veces en comparación con hace dos décadas. No todas se debieron a mala conducta, pero se calcula que dos tercios de ellas sí lo son. Las universidades están empezando a estudiar con más detenimiento la idoneidad de los perversos incentivos de “publicar o perecer” para la promoción y la titularidad del profesorado.
El Congreso debería reforzar lo que se propuso hacer: abordar la mala conducta en la ciencia dotando a la ORI de los medios necesarios para ahondar en el problema.
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