La mente quiere dejar de sufrir dolor, y ese solo hecho le permite convencer al cuerpo de que deje de sentirlo
Sobre el efecto placebo se han dicho tantas simplezas gaseosas que mucha gente lo considera un tema para Cuarto Milenio, La Bruja Lola o algo en esa línea. Pero el efecto placebo existe, y se ha comprobado en decenas de ensayos clínicos sobre nuevos analgésicos. Son ensayos de doble ciego, donde ni los pacientes ni los médicos saben quién está tomando el fármaco y quién una pastilla de harina o cualquier otra cosa irrelevante (el placebo). Cuando se revelan los resultados, se ve que una proporción significativa de los pacientes que han visto aliviado su dolor habían tomado harina. Esto es un hecho, y demanda una explicación científica.
Los expertos consideran el efecto placebo un ejemplo destacado de interacción mente/cuerpo. Es una nomenclatura algo pomposa, puesto que la mente es un trozo de cuerpo, pero no nos perdamos por los callejones sin salida de la lexicografía. La idea es que la mente quiere dejar de sufrir dolor, y ese solo hecho le permite convencer al cuerpo de que deje de sentirlo. La mera expectativa de que algo te va a aliviar el dolor basta para aliviarlo, aunque eso requiera tragarte una pastilla de harina o que te inyecten un suero salino para hacer el paripé.
Esto solo funciona en algunas personas, por supuesto, pero funciona realmente en ellas. La cuestión es relevante para la práctica médica y, desde luego, para los ensayos clínicos que pretenden determinar si un nuevo analgésico funciona. El efecto placebo debe descontarse tanto en el grupo de control como entre quienes han recibido el fármaco real, donde parte de los efectos también pueden deberse al mismo fenómeno. Es una cuestión dificultosa, pero abordable experimentalmente.
Los hinchas de las explicaciones místicas van a pasar un mal rato al saber que los ratones también experimentan el efecto placebo. Si aliviar el dolor con el poder del alma es factible, será que los ratones tienen alma. Si en vez de llamarlo alma lo llamas fuerza de voluntad, tendrás que concederle ese superpoder a nuestros primos roedores. El caso es que el dolor es una constante en el mundo animal, y el efecto placebo parece serlo también. Esto puede ser humillante para la grandeur humana, pero tiene la gran ventaja de que podemos estudiar los fundamentos neuronales del efecto placebo en los ratones, y —créeme— ese es el secreto para avanzar rápido en neurología. Es lo que han hecho Grégory Scherrer y sus colegas de las universidades de North Carolina, Harvard, Howard Hughes, Columbia, Stanford y el Instituto Allen. “No man is an island”, como dijo John Donne. Nadie es una isla en la neurociencia actual.
La causa última del efecto placebo no está en el alma ni en el hiperespacio, sino en el córtex cingulado anterior (CCA), situado tras la frente y entre las sienes. Un siglo de neurología nos dice que conecta por un lado con las emociones y por otro con la razón, y de este modo está implicado en la atención selectiva, la toma de decisiones y —de manera crucial para lo que nos ocupa aquí— la anticipación de una recompensa. Si tenemos algo parecido al libre albedrío, cosa que algunos neurocientíficos ponen en duda por cierto, el CCA (córtex cingulado anterior) es un firme candidato a alojarlo de un modo u otro.
Scherrer y sus colegas han podido ver con exquisito detalle que, durante el efecto placebo, la actividad del CCA se proyecta sobre los núcleos pontinos, una puerta de entrada al cerebelo que hasta ahora solo parecía implicada en el control de los movimientos, y de ahí al cerebelo en sí mismo. Resulta que en ese circuito neuronal hay un montón de receptores de opiáceos, lo que explica casi todo. Vamos drogados por el mundo y no nos damos cuenta.