Con toda la atención que los medios oficiales y los medios de comunicación prestan al comercio mundial de drogas ilícitas, el público tiene, en el mejor de los casos, un conocimiento vago de los graves problemas que afectan la producción, los ensayos y la venta de las legales: los medicamentos que tomamos para tratar o curar todo, desde el Sida hasta la fiebre amarilla.
La creación de nuevos medicamentos es un proceso complejo y lento. Comienza con una idea y requiere una gran diversidad de aptitudes para llevarla a buen término: síntesis o extracción de moléculas más o menos complicadas, prueba de su efecto terapéutico en cultivos de células y animales, pruebas de toxicidad y estudios clínicos.
A lo largo de ese camino, muchos medicamentos potenciales acaban retirados e incluso medicamentos que han dado buenos resultados en los ensayos afrontan otro obstáculo: el de la aprobación reglamentaria. Por fin, el medicamento llega al mercado, donde se debe seguirlo de cerca, porque muchas reacciones perjudiciales sólo se detectan con un gran número de pacientes y después de años de utilización.
Actualmente, hay varios miles de medicamentos en el mercado, pero las condiciones en el mercado de los medicamentos distan de ser óptimas. En una situación ideal, los medicamentos deben tener un coeficiente riesgo-beneficio favorable. Comparados con otros medicamentos con las mismas indicaciones, se deben seleccionar los nuevos medicamentos en función de su seguridad, eficacia y costo, pero los intereses financieros que entrañan suelen distorsionar el proceso creando incentivos para sobreestimar los beneficios de los nuevos medicamentos, subestimar los riesgos y, por encima de todo, aumentar al máximo sus prescripciones.
¿Qué se puede hacer? En primer lugar, los nuevos medicamentos siempre deben ofrecer un valor añadido: mayor eficacia, menor toxicidad o una mayor facilidad de tratamiento. Lamentablemente, no lo requiere así la legislación actual de la UE, donde sólo se debe demostrar la calidad, la eficacia y la inocuidad, sin necesidad de hacer estudios comparativos. Así, pues, existe el riesgo de que los nuevos medicamentos sean, en realidad, peores que productos que ya están en el mercado.
Con frecuencia se hacen ensayos con los nuevos medicamentos comparándolos con placebos o medicamentos que no son el mejor tratamiento disponible, pues lo que se pretende demostrar es que el nuevo medicamento no es inferior a cualquiera de los que están en el mercado, pero es éticamente objetable hacer ensayos de un medicamento para demostrar que “no es inferior”, porque se expone a los pacientes a posibles riesgos, al tiempo que, en el mejor de los casos, se contribuye a la obtención de un medicamento que no es mejor que los ya disponibles. El consentimiento con conocimiento de causa de los pacientes no suele aportar una descripción clara de un ensayo para demostrar que no es inferior y la falta de valor añadido indica que en muchos casos la creación de un nuevo medicamento está inspirada en fines comerciales y no en las necesidades de los pacientes.
En segundo lugar, la mejora del proceso de creación de medicamentos requiere más transparencia de los órganos reguladores. En la actualidad, el productor de un nuevo medicamento prepara todo el expediente presentado al organismo regulador para su aprobación; en pro del interés del público, al menos uno de los ensayos clínicos debería correr a cargo de una organización sin ánimo de lucro. Además, sólo los reguladores pueden examinar los expedientes, que son sumamente confidenciales. Resulta inaceptable que los pacientes que participen voluntariamente en ensayos clínicos y sus representantes no tengan derecho a ver datos que, de no haber sido por ellos, no existirían.
En tercer lugar, unas mejores condiciones para la aprobación de los nuevos medicamentos deben ir acompañadas de una mejor utilización de ellos, lo que requiere una mejor información para quienes los prescribe. En la actualidad, la información facilitada por los fabricantes de medicamentos predomina en gran medida sobre la información independiente. A consecuencia de ello, se utilizan ciertos medicamentos con mucha mayor frecuencia de lo que sería de esperar por sus indicaciones aprobadas. A esa utilización “sin tener en cuenta el prospecto” contribuye una continua propaganda destinada no sólo a los médicos, sino también directamente al público.
Una información directa, pero imprecisa, suele propiciar el Boletín Fármacos 2010, 13(1) 18 comercio con las enfermedades: la creación de enfermedades para aumentar las prescripciones. Por ejemplo, el concepto de prehipertensión podría ampliar la utilización de los medicamentos contra ella espectacularmente, porque la presión sanguínea de todo el mundo aumenta con la edad. Asimismo, la idea de que el nivel de colesterol en la sangre debe ser lo más bajo posible abre el camino al tratamiento de personas sanas con agentes anticolesterolémicos. Es evidente que las autoridades sanitarias deben controlar más estrechamente la información dando muestras de mayor responsabilidad en materia de formación permanente de los doctores.
Si las condiciones para la aprobación y comercialización de medicamentos resultan más estrictas, las empresas farmacéuticas se verán obligadas a producir menos medicamentos innecesarios y exclusivamente encaminados a emularse unas a otras y más productos de importancia clínica. La exigencia de períodos más largos de ensayos y posiblemente de recursos suplementarios podría compensarse con una mayor longevidad de los medicamentos en el mercado y se podría ampliar el alcance de la patente.
Por último, hay que encontrar incentivos para alentar a las empresas farmacéuticas a que creen medicamentos que atiendan las necesidades de los pacientes que aún no hayan conseguido una terapia. Hay más de 6.000 enfermedades raras y desatendidas –muchas de ellas en países en desarrollo– que carecen de remedios. El problema y el imperativo son los de producir nuevos medicamentos que, como los pacientes son demasiado pocos o demasiado pobres, prometen beneficios muy limitados.
Una asociación entre gobiernos, instituciones de investigación sin ánimo de lucro, organizaciones benéficas y empresas farmacéuticas podría ser una forma de ordenar el proceso de aprobación de nuevos medicamentos. Si la conciencia pública de los problemas actuales estimula a los políticos a buscar una solución que dé resultado, será posible conseguir mejores medicamentos y una mejor utilización de ellas.