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Ensayos Clínicos y Ética

EE UU. Los horrores de la investigación sobre la hepatitis

(The Horrors of Hepatitis Research)
Carl Elliott
NY Review of Books, 21 de noviembre de 2024
https://www.nybooks.com/issues/2024/11/21/
Traducido por Salud y Fármacos, publicado en Boletín Fármacos: Ensayos Clínicos y Ética 2025; 28 (1)

Tags: Willowbrook, experimentos no éticos en humanos, provocar infecciones con fines de investigación, violaciones a la ética en la investigación, Carl Elliott, Sydney Halpern, promover la investigación a expensas de la salud de los participantes

El libro Dangerous Medicine de Sydney Halpern muestra que los experimentos abusivos en niños con discapacidad mental que se hicieron en la Escuela Estatal de Willowbrook fueron solo una parte de un programa de investigación no ético mucho más amplio.

Libro revisado: Dangerous Medicine: The Story Behind Human Experiments with Hepatitis (Medicina peligrosa: la historia detrás de los experimentos humanos con hepatitis)
Autor: Sydney A. Halpern
Yale University Press, 288 pp., US$30.00

En la medicina académica está sucediendo lo mismo que con las estatuas de la Confederación en EE UU, los poderosos están empezando a caer. Finalmente, los nombres de médicos que se hicieron famosos por investigaciones éticamente cuestionables están siendo eliminados de los edificios de las facultades de medicina, de los premios y de las cátedras. En 2008, la Universidad de Pittsburgh suspendió una serie de conferencias que llevaba el nombre de John Cutler, uno de los investigadores principales del estudio de la sífilis que se realizó en Tuskegee entre 1932 y 1972, y del estudio de la sífilis en Guatemala de mediados de la década de 1940. Diez años después, eliminaron el nombre de Thomas Parran, otro investigador del estudio de Tuskegee, de un edificio de su Facultad de Salud Pública. En 2021, la Universidad de Pensilvania tomó medidas similares con Albert Kligman, el dermatólogo responsable de décadas de experimentos crueles en la prisión de Holmesburg en Filadelfia, rebautizando la Cátedra Kligman y eliminando gradualmente una plaza de investigador invitado que llevaba su nombre. En la Universidad de Cincinnati se está desarrollando un movimiento para honrar a quienes murieron en los experimentos de radiación que financió el Pentágono y realizó Eugene Saenger en los años 1960 y principios de los 1970. La universidad galardonó a este radiólogo con la Medalla Daniel Drake, el máximo honor de la Facultad de Medicina.

Sin embargo, de todos los infames escándalos de investigación que surgieron en los años 1960 y 1970, ninguno es más controvertido que el del estudio de la hepatitis de Willowbrook. Entre 1956 y 1972, un equipo de investigadores de la Universidad de Nueva York dirigido (a partir de 1958) por Saul Krugman, infectaron deliberadamente a los niños con discapacidad mental internados en la Escuela Estatal Willowbrook en Staten Island con el virus de la hepatitis. Junto con el estudio de la sífilis de Tuskegee y el estudio del cáncer de 1963 en el Hospital Judío de Enfermedades Crónicas de Brooklyn, Willowbrook forma parte de lo que la historiadora Susan Reverby llama la “santísima trinidad” de la bioética: las tres historias de terror que ensombrecieron la investigación clínica. Sin embargo, Krugman fue ampliamente ensalzado por sus colegas. El año en que terminó el estudio, fue elegido presidente de la Sociedad Americana de Pediatría. Más tarde fue honrado con algunos de los premios más prestigiosos de la medicina, incluyendo la Medalla de Oro Robert Koch (1978), el Premio John Howland (1981) y el Premio al Servicio Público Mary Woodard Lasker (1983). Incluso hoy, Krugman tiene defensores. El Oxford Textbook of Clinical Research Ethics sostiene que las críticas equivocadas al estudio de Willowbrook han cubierto a la investigación clínica pediátrica “con una mortaja ética restrictiva”.

Me enseñaron, como a la mayoría de los académicos en bioética, que la primera vez que el programa de hepatitis de Willowbrook surgió como un tema controversial fue en 1966, cuando se señaló a uno de los estudios en “Ethics and Clinical Research o Ética e investigación clínica”, el famoso artículo que publicó Henry Beecher en The New England Journal of Medicine. Beecher, un destacado anestesiólogo de la Facultad de Medicina de Harvard, mencionó veintidós ejemplos de investigación médica que, en su opinión, eran éticamente indefendibles. El ejemplo 16 fue uno de los estudios de Krugman sobre la hepatitis en Willowbrook. En el relato de Beecher, los investigadores habían infectado intencionalmente a niños “mentalmente discapacitados” con el virus de la hepatitis en una institución donde la hepatitis era endémica. “No hay derecho a poner a una persona en riesgo de ser lesionada para el beneficio de otras”, escribió.

Muchos libros de texto y artículos de bioética presentan los relatos del estudio de Willowbrook como un problema ético difícil, con argumentos sólidos de ambas partes.

El tema más polémico, por supuesto, fue la infección deliberada de niños discapacitados. No había ninguna razón por la que la investigación no pudiera haberse realizado en adultos que consintieran. Los críticos también afirmaron que los padres habían dado el consentimiento para que sus hijos participaran en el estudio bajo coacción. La escuela estatal de Willowbrook estaba tan llena que la única forma de que muchas familias pudieran conseguir que admitieran a sus hijos era inscribiéndolos en el programa de hepatitis.

Krugman montó una defensa sólida, argumentando que la hepatitis era un problema tan enorme en Willowbrook que los niños internados la habrían contraído de todos modos, independientemente de si participaban o no en su estudio. También escribió que la hepatitis en niños pequeños suele ser leve y que todos los sujetos de estudio residían en una unidad especial, bien dotada de personal, donde estaban protegidos contra otras enfermedades infecciosas.

Una persona que hoy lea muchos relatos sobre el programa Willowbrook podría concluir que la indignación moral que desató en los años 1960 y 1970 fue exagerada.

Eso sería un error. Cualquiera que se sienta tentado a descartar las críticas al programa de la hepatitis debería ver el documental Willowbrook: The Last Great Disgrace (1972), una investigación sobre las condiciones de la escuela. Es como ver las imágenes de la cámara corporal de un tiroteo policial tras años de leer únicamente los informes policiales. Se oyen aullidos y gemidos que provienen de habitaciones mal iluminadas. Niños desnudos y sucios con sus propias heces se balancean de un lado a otro en el piso de cemento. Algunos llevan camisas de fuerza, mientras que otros están acurrucados en el piso, llorando. Muchos parecen desnutridos y tienen deformidades físicas visibles. A la hora de comer, los asistentes usan cucharas grandes para introducir una pasta blanca en las bocas de los niños. Michael Wilkins, un médico que fue despedido por organizar a los padres de Willowbrook para exigir mejores condiciones, habla con suavidad sobre lo que sufren los niños: “Su vida consiste en horas y horas de interminable inactividad, sin nadie con quien hablar, sin expectativas; una vida interminable de miseria y suciedad”.

No sé qué imaginé cuando leí por primera vez los relatos clínicos del estudio de la hepatitis de Willowbrook, pero no incluía a niños discapacitados, tumbados desnudos en charcos de su propia orina. Una guía de estudio para la escuela secundaria que realizó el Departamento de Bioética de los Institutos Nacionales de Salud dice que “a menudo, las instalaciones especializadas con servicios de expertos se consideraban los mejores lugares para los niños con discapacidad mental, y los padres estaban ansiosos por llevar allí a sus hijos, incluyendo a Willowbrook”.

El NIH no menciona el hedor de los baños sucios, el caos de los niños gritando en las salas sin cuidadores, ni las acusaciones de abuso sexual. Es difícil entender cómo, quién visitara Willowbrook por primera vez, pudo haberlo visto como una oportunidad de investigación en lugar de una atrocidad moral.

Sin embargo, estas condiciones horripilantes no son la única omisión en los relatos estándar del estudio. Durante décadas, nadie cuestionó la afirmación crucial de Krugman de que prácticamente todos los niños de Willowbrook invariablemente contraerían la hepatitis en un plazo de seis a doce meses. Sin embargo, con el tiempo ha quedado claro que la infección por hepatitis en Willowbrook estaba lejos de ser inevitable. Hace casi veinte años, Joel Howell y Rodney Hayward de la Universidad de Michigan, utilizando los datos que publicó Krugman, demostraron que la probabilidad de infección en Willowbrook, sin tener en cuenta el estudio de Krugman, era en realidad de entre el 30 y el 53%.

Estas cifras hacen que el estudio de Krugman parezca mucho más dañino. Sin embargo, muchos libros de texto de bioética siguen repitiendo lo que él había dicho. Incluso aquellos que utilizan las cifras corregidas, a menudo le dan a Krugman el beneficio de la duda, asumiendo que genuinamente creía que era inevitable que los niños se infectaran con hepatitis.

Aún más alarmante es otra omisión del relato estándar. En la mayoría de los libros de texto, el debate sobre Willowbrook se centra en la infección de niños con hepatitis A, o lo que se conocía en la década de 1950 como “hepatitis infecciosa”. La hepatitis A es una enfermedad desagradable, pero a menudo relativamente leve que produce ictericia y fatiga, así como síntomas abdominales como náuseas, dolor, pérdida de apetito y diarrea. Se transmite por la llamada vía fecal-oral y a menudo se asocia con intoxicación alimentaria y condiciones insalubres. Durante la Segunda Guerra Mundial, los investigadores habían demostrado que la hepatitis infecciosa era distinta de la “hepatitis sérica”, lo que ahora se conoce como hepatitis B, una enfermedad mucho más peligrosa que se transmite a través del intercambio de sangre o fluidos corporales.

Algunos textos de bioética, como la guía distribuida por los Institutos Nacionales de Salud, identifican específicamente el programa Willowbrook como un estudio de la hepatitis A. Otros simplemente dicen “hepatitis”, lo que deja al lector suponiendo, por el contexto, que se trata de hepatitis A.

Sin embargo, Krugman también infectó deliberadamente a niños con el virus de la hepatitis B. Para ello había que ponerles una inyección en lugar del “batido fecal” que se utilizaba para transmitir la hepatitis A. En la época de Krugman, los graves riesgos de la hepatitis B no eran desconocidos; otros investigadores de la hepatitis la habían inyectado a sujetos y los habían visto morir. Krugman tampoco podía defenderse afirmando que sus sujetos habrían contraído inevitablemente la hepatitis B. No era endémica en Willowbrook. Krugman escribió en 1986: “En 1955, durante nuestra encuesta epidemiológica, todas las pruebas indicaban que la enfermedad endémica era la llamada hepatitis infecciosa o tipo A, una infección que se propagaba por vía fecal-oral”.

Infectar deliberadamente a niños discapacitados, internados en instituciones, con el virus de la hepatitis B es un abuso de enormes proporciones. La infección por hepatitis B puede provocar hepatitis crónica, que puede derivar en cirrosis, cáncer de hígado y muerte. Es incluso más peligrosa en niños que en adultos. Según el Departamento de Salud y Servicios Humanos, entre el 2 y el 6% de los adultos infectados con hepatitis B desarrollarán hepatitis crónica, mientras que en el caso de los niños menores de diecinueve años la probabilidad de infección crónica es del 30%. Además, a diferencia de los infectados con hepatitis A, entre el 6 y el 10% de los adultos jóvenes infectados con hepatitis B se convierten en portadores, y pueden transmitir el virus potencialmente letal a otras personas. Esto se convirtió en un problema para algunos padres, quiénes sacaron a sus hijos infectados de Willowbrook e intentaron inscribirlos en escuelas públicas, pero las autoridades escolares les dijeron que eran un riesgo para otros niños.

Cómo los bioeticistas pudieron haber malinterpretado la investigación sobre la hepatitis en Willowbrook durante tanto tiempo es un misterio. La controversia en torno a ella ayudó a establecer a la bioética como un campo académico. En 1969, un número de la revista Daedalus se ocupó de este tema “Ethical Aspects of Experimentation with Human Subjects o Aspectos éticos de la experimentación en sujetos humanos”. Fue uno de los escándalos que desencadenó la Ley Nacional de Investigación de 1974, que estableció el actual sistema de protección de los sujetos humanos que participan en proyectos de investigación. La Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos de la Investigación Biomédica y Conductual (The National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavioral Research), analizó el caso de Willowbrook en su informe de 1978 “Research Involving Those Institutionalized as Mentally Infirm (Investigación que involucra a personas institucionalizadas, como los enfermos mentales)”. Sin embargo, ninguna de estas publicaciones menciona los verdaderos horrores de la historia de Willowbrook.

En su escalofriante libro Dangerous Medicine: The Story Behind Human Experiments with Hepatitis, Sydney Halpern muestra que Willowbrook era sólo una parte de un programa de investigación mucho más amplio y siniestro. Durante treinta años, investigadores estadounidenses realizaron “estudios de provocación” con el virus de la hepatitis, infectando deliberadamente a una variedad de sujetos vulnerables con hepatitis A, hepatitis B e incluso (sin saberlo) hepatitis C. Los niños con discapacidad mental no fueron las únicas víctimas. Los investigadores también infectaron a pacientes psiquiátricos, reclusos y objetores del servicio militar. Más de 3.700 sujetos, todos ellos residentes en instituciones, fueron inscritos en los experimentos de la hepatitis. Más de ochocientos de ellos eran niños. Hasta un 25% eran afroamericanos. “No conozco ninguna serie de estudios problemáticos sobre enfermedades infecciosas que involucraran una gama más amplia de grupos devaluados y estigmatizados”, escribe Halpern. Calcula que los investigadores contagiaron la hepatitis transmitida por la sangre a más de mil personas.

El programa de investigación de la hepatitis se originó en la Segunda Guerra Mundial. El ejército estadounidense se vio afectado por un enorme brote de hepatitis B a los cuatro meses del bombardeo de Pearl Harbor. En el verano de 1942, aproximadamente 28.000 miembros del ejército habían contraído la hepatitis y sesenta y dos de ellos habían muerto. La velocidad a la que se propagó el virus sorprendió a los comandantes militares. A fines de 1942, el número de personal infectado había aumentado a más de 300.000. Rápidamente una investigación reveló la causa: a los soldados se les estaba administrando una vacuna contra la fiebre amarilla que estaba contaminada. Los oficiales militares intentaron encubrir el error, pero las noticias de tantas muertes y enfermedades resultaron imposibles de suprimir. “¿Cómo es que se realizaron inoculaciones en masa con una vacuna que obviamente no había sido probada exhaustivamente con antelación?” preguntaba una editorial del Chicago Tribune en julio de 1942, señalando que el número de víctimas de la vacuna era más de veinte veces el número de soldados heridos en la guerra.

Uno podría imaginar que los médicos del gobierno se sentirían escarmentados tras un desastre de esta índole. Pero ni el error ni la crítica pública impidieron que los investigadores lanzaran un programa de investigación sobre la transmisión de la hepatitis. Tenían abundante vacuna contaminada contra la fiebre amarilla, y la guerra era una buena excusa para promover la urgencia del estudio. Halpern escribe que era “una oportunidad científica demasiado prometedora para dejarla pasar”. Pronto, los investigadores empezaron a usar su vacuna contaminada para lograr que los sujetos enfermaran, con la esperanza de aprender más sobre cómo se transmitía la hepatitis.

Empezaron utilizando a pacientes con discapacidad mental en Virginia. En 1942, la Colonia Estatal de Virginia para Epilépticos y Deficientes Mentales (Virginia State Colony for Epileptics and Feebleminded) albergaba a unos dos mil reclusos. La colonia Lynchburg, como se la conoce comúnmente, finalmente se hizo famosa por su programa de eugenesia, en el que más de ocho mil personas fueron esterilizadas involuntariamente. Pero Halpern también muestra que un equipo de investigación del Servicio de Salud Pública (PHS), dirigido por John Oliphant, administró vacunas contaminadas contra la fiebre amarilla a 303 reclusos de la colonia Lynchburg, enfermando a cuarenta y cuatro de ellos con hepatitis B. En publicaciones sobre la investigación, Oliphant no mencionó que sus sujetos eran discapacitados mentales. Se refirió a ellos como “voluntarios”.

Los experimentos de la colonia Lynchburg fueron los primeros de un programa federal sistemático de investigación sobre la hepatitis. Dos oficinas federales se encargaron de la mayoría de los contratos: la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico (Office of Scientific Research and Development) y la Junta de Epidemiología de las Fuerzas Armadas (Armed Forces Epidemiology Board o AFEB). Los investigadores eran una combinación de médicos del PHS, investigadores universitarios financiados por el gobierno federal y oficiales médicos del ejército. Las preocupaciones de los militares decidieron la realización de la investigación. Cuando se les pidió que sopesaran los riesgos y los beneficios de un estudio, los investigadores tendieron a colocar los intereses de seguridad nacional muy por encima de los derechos y el bienestar de sus sujetos.

Otros siguieron el patrón establecido en la colonia Lynchburg. En la primavera de 1944, por ejemplo, Joseph Stokes, de la Universidad de Pensilvania, comenzó a realizar experimentos de transmisión del virus con internos “criminalmente dementes” en el Hospital Psiquiátrico de Trenton. Consciente de que experimentar en pacientes psiquiátricos institucionalizados sería controvertido, Stokes se esforzó por ocultar los estudios y aconsejó a los funcionarios de Nueva Jersey que lo trataran como un secreto de guerra. Los objetores de conciencia que se desempeñaron como técnicos de laboratorio y asistentes de sala se sintieron profundamente perturbados por lo que vieron y en 1945 expusieron sus objeciones a las autoridades del hospital. A pesar de sus protestas, los estudios sobre la hepatitis continuaron durante ocho años más.

En 1947 surgió una barrera ética para el programa de la hepatitis. En respuesta a los crueles experimentos con seres humanos realizados en los campos de concentración nazis, los jueces estadounidenses que después de la guerra participaron en el “Juicio a los médicos” en Núremberg, en el que se juzgó a veintitrés médicos y administradores alemanes, emitieron un conjunto de principios éticos conocidos como el Código de Núremberg. El Código de Núremberg, a menudo considerado el documento más importante en la historia de la ética de la investigación biomédica, sentó las bases para establecer los principios que se usan actualmente para proteger los derechos y el bienestar de los sujetos de investigación. Cualquier investigador estadounidense de la hepatitis que se molestara en leer el Código debería haberse dado cuenta de que lo estaban violando. Sin embargo, en lugar de disminuir el ritmo, entre 1946 y 1954 experimentaron con más del triple de sujetos que durante la guerra.

El episodio más letal del programa contra la hepatitis se produjo a principios de los años cincuenta, al comienzo de la guerra de Corea. El virus de la hepatitis B había contaminado el suministro de sangre para transfusiones y los investigadores trataban de encontrar una forma de inactivarlo. Intentaron esterilizar la sangre con rayos ultravioleta, calor y productos químicos. Para comprobar si la sangre era segura, la inyectaron a los reclusos. No lo era. Un gran número de reclusos contrajeron la enfermedad y tres murieron de hepatitis fulminante. Otro estuvo en coma durante una semana antes de recuperarse.

Mientras duró el programa contra la hepatitis, los funcionarios del gobierno se negaron a indemnizar a los sujetos que enfermaron o resultaron lesionados durante sus estudios. En un caso, incluso prohibieron a una organización de Quakers que contrataran un seguro médico para los sujetos de investigación. El gobierno solía proporcionar atención médica a los sujetos que enfermaban durante los estudios, pero una vez concluía el estudio, los sujetos se las arreglaban solos. Si alguien moría en un estudio, la familia no recibía ninguna compensación. Por ejemplo, cuando un recluso afroamericano de la prisión estatal de Jackson murió de hepatitis fulminante, los abogados del gobierno se negaron a indemnizar a su esposa de hecho.

De todos los estudios del programa de hepatitis que duró treinta años, sólo se habla de los experimentos de Willowbrook. Krugman y su asociada, Joan Giles, admitieron aproximadamente cuarenta y ocho niños por año en su unidad de investigación de la hepatitis, la mayoría de ellos de entre tres y diez años. Cuando los niños dejaron de ser sujetos de investigación, fueron trasladados a un pabellón regular de Willowbrook. La Junta de Epidemiología de las Fuerzas Armadas (AFEB) estuvo profundamente involucrada en todas las decisiones sobre la investigación. Cuando personas externas condenaron los estudios de Willowbrook, los científicos de la AFEB movilizaron el apoyo de los líderes médicos académicos. Halpern escribe: “En respuesta a las críticas a los experimentos de Willowbrook, la élite biomédica de Estados Unidos cerró filas“.

Durante décadas, el método de cerrar filas funcionó. Sin embargo, a principios de los años setenta, el público ya no estaba dispuesto a aceptar las garantías de los hombres con batas blancas y títulos universitarios avanzados. Willowbrook fue sólo uno de una serie de escándalos de investigación alarmantes que salieron a la luz entre 1971 y 1973, cada uno de ellos involucró a una población de investigación impotente y fácilmente explotable: experimentos de radiación militar en pacientes oncológicos de bajos ingresos en la Universidad de Cincinnati, estimulación cerebral profunda en pacientes psiquiátricos en la Universidad de Tulane, una serie de experimentos aterradores en reclusos, según informó Jessica Mitford en The Atlantic Monthly, y el más notorio fue el programa de cuarenta años del Servicio de Salud Pública en Alabama, ahora conocido como el estudio de la sífilis de Tuskegee, en el que se impidió que unos cuatrocientos hombres afroamericanos con sífilis accedieran a tratamiento para que los investigadores pudieran estudiar el progreso de la enfermedad.

Cuando Michael Wilkins comenzó a trabajar como médico en Willowbrook, no fue porque necesitara el trabajo. Fue porque sospechaba que allí estaban sucediendo cosas terribles. Wilkins se había incorporado al Servicio de Salud Pública al terminar la carrera de medicina, principalmente porque parecía una buena alternativa al servicio militar en Vietnam. En Staten Island se había unido a un grupo de trabajadores sanitarios radicales, llamado Fanon Collective, en honor a Frantz Fanon, el psiquiatra y filósofo político de Martinica que escribió Los condenados de la tierra (The Wretched of the Earth). Otro miembro, Bill Bronston, era objetor de conciencia y activista y había sido despedido de una residencia en Kansas, después de organizar un sindicato.

Wilkins y Bronston fueron a trabajar a Willowbrook con el objetivo de terminar con los abusos. No tardaron en descubrir que nadie más compartía ese objetivo: ni los médicos, ni las enfermeras, ni ningún otro miembro del personal. Los únicos que respondieron a sus esfuerzos fueron un puñado de trabajadores sociales y los padres de los niños de Willowbrook, que en gran medida desconocían las horribles condiciones que imperaban tras las puertas cerradas de la institución. Wilkins y Bronston, junto con los trabajadores sociales comprensivos, comenzaron a reunirse con los padres para ayudarlos a protestar por las condiciones en las que vivían sus hijos. Como resultado, Wilkins y la trabajadora social Elizabeth Lee, fueron despedidos en enero de 1972.

Cuando Wilkins perdió su trabajo, fue a ver a Geraldo Rivera, que entonces era un joven abogado de derechos civiles convertido en periodista de televisión. Wilkins y Rivera habían trabajado juntos en una clínica médica de la ciudad de Nueva York que había establecido la organización de derechos civiles Young Lords para tratar a niños con envenenamiento por plomo. Wilkins le contó a Rivera por qué lo habían despedido. “En mi edificio hay sesenta niños retrasados mentales, y solo hay uno que los cuide”, dijo. “La mayoría están desnudos y yacen en su propia mierda”. Rivera fue a Willowbrook con Wilkins y un equipo de cámaras. Las impresionantes imágenes se emitieron en las noticias locales esa noche y luego se incluyeron en Willowbrook: The Last Great Disgrace. Rivera luego comparó las escenas con lo que encontraron los soldados estadounidenses cuando liberaron los campos de concentración nazis.

La transmisión de Rivera encendió una chispa que finalmente derribó a Willowbrook. Los padres envalentonados comenzaron a organizarse. Los medios nacionales recogieron la historia. John Lennon celebró un concierto benéfico en el Madison Square Garden. Cuando el Colegio Americano de Médicos le entregó a Saul Krugman un premio por su investigación sobre la hepatitis en su reunión anual de 1972 en Atlantic City, hubo manifestaciones y protestas, y algunos de los manifestantes intentaron asaltar el escenario. En marzo de 1972, la Unión de Libertades Civiles de Nueva York y la Sociedad de Ayuda Legal presentaron una demanda colectiva en nombre de los padres de Willowbrook; en 1975, un acuerdo entre las partes (consent decree) requirió que el estado creara lugares comunitarios para los residentes de Willowbrook. En 1987, Willowbrook finalmente cerró sus puertas.

Halpern terminó Dangerous Medicine en medio de la pandemia mundial de covid-19. A las pocas semanas de la llegada de la pandemia a EE UU en 2020, señala, los comentaristas ya estaban abogando por estudios de desafío humano con el nuevo virus. Sus argumentos invocaban la misma lógica utilitaria y el mismo lenguaje de sacrificio noble que utilizó Krugman y sus colegas investigadores de la hepatitis. Como antes con la hepatitis, los riesgos y las consecuencias a largo plazo de la infección con covid-19 eran en gran medida desconocidos. Si los defensores de los estudios de provocación de covid-19 eran conocedores del programa de hepatitis o sus terribles costos, sus argumentos no lo demostraban.

Es imposible saber cuántos sujetos murieron tras ser infectados con hepatitis. Nadie hizo un seguimiento de su salud después de que se terminaran los estudios, cuando podrían haber aparecido los efectos a largo plazo de la hepatitis B o C. Tampoco se estaba llevando un registro de quiénes podrían haber sido infectados involuntariamente por los sujetos. Los investigadores de la hepatitis simplemente crearon lo que Halpern llama “un grupo de portadores de hepatitis en riesgo de enfermedades hepáticas que se desarrollan lentamente y amenazan la vida“.

Sin embargo, de todos los crímenes sancionados por el programa de la hepatitis, el que parece molestar más a Halpern es la negativa del gobierno federal a indemnizar a las familias de los sujetos de investigación que el programa enfermó o mató. Esta política es difícil de defender desde el punto de vista ético, pero sigue vigente hoy en día. De hecho, la mayoría de las instituciones de investigación estadounidenses se niegan a garantizar el pago de las facturas médicas de los sujetos lesionados, incluso cuando la lesión se debe a negligencia, mala intención o mala praxis. Esta negativa distingue a EE UU de todos los demás países desarrollados del mundo. Como escribe Halpern, “Estas lesiones siguen sin contabilizarse, ni analizarse; son el punto débil, en gran medida invisible, de los experimentos estadounidenses en sujetos humanos”.

La medicina académica ha convertido el celebrar sus triunfos y enterrar sus crímenes en una tradición, sólo para verlos exhumadas décadas después por un académico o un periodista con olfato para el escándalo. El extraordinario logro de Halpern en Dangerous Medicine se sitúa a la par de los de Susan Reverby, la historiadora del Wellesley College que descubrió el estudio de la sífilis en Guatemala; Allen Hornblum, que documentó las atrocidades médicas cometidas en la prisión de Holmesburg, y Eileen Welsome, del Albuquerque Tribune, que expuso los experimentos secretos con radiación del gobierno de EE UU durante la Guerra Fría. El trabajo de esos tres investigadores ha ocasionado que se pidan disculpas a las víctimas y, en los casos de Guatemala y de los experimentos de radiación, disculpas de los presidentes de EE UU. Sin embargo, hasta ahora, el trabajo de Halpern solo ha sido recibido con silencio.

creado el 29 de Marzo de 2025