El zar de facto de la salud pública mundial ha sido, a través de su consagrada fundación, un defensor incondicional de la medicina monopolista.
El 11 de febrero de 2020, cientos de expertos en salud pública y enfermedades infecciosas se reunieron en la sede de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en Ginebra. Aún faltaba un mes para el pronunciamiento oficial de la pandemia, pero la agencia internacional sabía lo suficiente para estar preocupada. Presionados por el tiempo, se pasaron dos días esbozando furiosamente un “Plan de I + D” que pudiera responder a las necesidades de un mundo afectado por el virus, que entonces se conocía como 2019-nCoV.
El documento final resumió toda la investigación que se había hecho sobre el coronavirus y propuso formas de acelerar el desarrollo de pruebas diagnósticas, tratamientos y vacunas. Se partía de la base de que el mundo se uniría contra el virus. Toda la comunidad de investigadores mantendría canales de comunicación amplios y abiertos a nivel global, porque la colaboración y el intercambio de información minimizan la duplicación de esfuerzos y aceleran el descubrimiento. El grupo también elaboró planes para hacer ensayos clínicos globales que evaluaran los méritos de los tratamientos y de las vacunas bajo la supervisión de la OMS.
Un tema que no se menciona en el documento: la propiedad intelectual. Si ocurría lo peor, los expertos e investigadores asumieron que la cooperación definiría la respuesta global, y la OMS jugaría un papel central. No parece habérseles ocurrido que las empresas farmacéuticas y sus gobiernos que las albergan permitirían que las preocupaciones por la propiedad intelectual ralentizaran las cosas, desde la investigación y el desarrollo hasta la ampliación de la fabricación.
Estaban equivocados, pero no estaban solos. Los veteranos que han luchado en los movimientos por el acceso a los medicamentos y la ciencia abierta esperaban que la inmensidad de la pandemia ofuscara las políticas farmacéuticas globales, basadas en las patentes sobre los avances científicos y los monopolios de mercado. En marzo, se podían escuchar melodías extrañas pero bienvenidas desde lugares inesperados.
Gobiernos ansiosos hablaban de intereses compartidos y bienes públicos globales; las empresas farmacéuticas prometieron estrategias “precompetitivas” y “sin fines de lucro” para el desarrollo y la fijación de precios. Durante los primeros días hubo imágenes fascinantes que sugerían que la respuesta a la pandemia estaría basada en la cooperación y la ciencia abierta. En enero y febrero de 2020, un consorcio de varios actores liderado por los Institutos Nacionales de Salud y el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de EE UU produjo mapas de los átomos de las proteínas virales clave en un tiempo récord. “El trabajo que normalmente habría tardado meses, o posiblemente incluso años, se concluyó en semanas”, señalaron los editores de Nature.
Cuando el Financial Times publicó el 27 de marzo en una editorial que “el mundo tiene un interés abrumador en garantizar que [los medicamentos y vacunas covid-19] estén disponibles a nivel universal y a precios baratos”, el periódico expresó lo que se iba arraigando como la mejor solución. Este sentido de posibilidad envalentonó a los que trabajaban por ampliar el modelo cooperativo. Sus esfuerzos se concretaron en el plan, iniciado a principios de marzo, de crear un repositorio custodiado por la OMS donde los investigadores podrían depositar de forma voluntaria la propiedad intelectual. En lugar de erigir barreras para proteger la investigación y organizarla como una “carrera”, los actores públicos y privados, recopilarían la investigación y la propiedad intelectual asociada en un banco de conocimiento global durante la duración de la pandemia. La idea se hizo realidad a finales de mayo con el lanzamiento del Grupo de Acceso a la Tecnología Covid-19 de la OMS, (WHO Covid-19 Technology Access Pool o C-TAP).
Para entonces, sin embargo, el optimismo y la sensación de posibilidad que habían estado muy presentes al inicio se habían evaporado. Los defensores de poner en común los avances científicos y hacerlo de manera abierta, que durante el invierno parecían ir ganando apoyo y ser imparables, se enfrentaron a la posibilidad de que el hombre más poderoso de la salud pública mundial los hubiera neutralizado y superado.
En abril, Bill Gates lanzó una apuesta audaz para gestionar la respuesta científica global a la pandemia. El covid-19 ACT-Accelerator de Gates reflejaba el mantenimiento del status quo en la forma de organizar la investigación, el desarrollo, la fabricación y la distribución de tratamientos y vacunas. Al igual que otras instituciones en el ámbito de la salud pública financiadas por Gates, el ACT- Accelerator era una asociación público-privada basada en la caridad y los incentivos para la industria. Lo más importante, y a diferencia el C-TAP, el Accelerator refuerza el compromiso de larga data de Gates con mantener los derechos exclusivos a la propiedad intelectual. Sus argumentos implícitos -los derechos de propiedad intelectual no dificultarán la satisfacción de la demanda global ni el acceso equitativo, y deben ser protegidos, incluso durante una pandemia – tuvieron un enorme peso, gracias a su reputación como líder sabio, filántropo y profético.
La forma en que durante dos décadas ha desarrollado y ejercido esta influencia constituye uno de los elementos más importantes e infravalorados que definieron la fallida respuesta global a la pandemia de covid-19. Al entrar en el segundo año, esta respuesta se ha definido como una batalla por las vacunas, con ganadores y perdedores, que ha dejado a gran parte del mundo en el lado perdedor.
La emblemática iniciativa covid-19 de Gates comenzó siendo relativamente pequeña. Dos días antes de que la OMS declarara la pandemia el 11 de marzo de 2020, la Fundación Bill y Melinda Gates anunció algo llamado Therapeutics Accelerator, una iniciativa conjunta entre Mastercard y Wellcome Trust para identificar y desarrollar posibles tratamientos para el nuevo coronavirus. Aparentando ser una respuesta social del gran gigante del financiamiento global, el Accelerator reprodujo la conocida fórmula que caracteriza la filantropía corporativa de Gates, que ha aplicado a todo, desde la malaria hasta la desnutrición. En retrospectiva, fue un fuerte indicador de que la dedicación de Gates a la medicina monopolística sobreviviría a la pandemia, incluso antes de que él y los funcionarios de su fundación comenzaran a decirlo públicamente.
Esto se confirmó cuando al mes siguiente se presentó una versión ampliada del Accelerator en la OMS. El Accelerator de la producción de herramientas contra el covid (Access to Covid-19 Tools Accelerator, o ACT-Accelerator), fue la apuesta de Gates para organizar el desarrollo y la distribución de todo, desde los tratamientos hasta las pruebas diagnósticas. El componente más grande y con más consecuencias, COVAX, propuso subsidiar los acuerdos de vacunas con los países pobres a través de las donaciones y las ventas a los más ricos. El objetivo siempre fue limitado: proporcionar vacunas para cubrir hasta el 20% de la población de los países de ingresos bajos a medianos. Después de eso, en gran medida, los gobiernos tendrían que competir en el mercado global como todos los demás. Fue una solución parcial por parte de la demanda, y el movimiento que se había unido a favor de una “vacuna popular” predijo que resultaría en una doble crisis de suministro y acceso, y la propiedad intelectual estaría en el centro de ambas.
Gates no solo rechazó estas advertencias, sino que buscó activamente socavar todos los desafíos a su autoridad y a su agenda filantrópica, el Accelerator, basada en la propiedad intelectual.
“Al principio, Gates tenía espacio para tener un gran impacto a favor de los modelos abiertos”, dice Manuel Martin, asesor de políticas de la Campaña de Acceso de Médicos Sin Fronteras. “Pero los altos cargos de la organización Gates transmitieron muy claramente el mensaje: compartir era innecesario y contraproducente. Redujeron el entusiasmo inicial al afirmar que la propiedad intelectual no es una barrera de acceso en las vacunas. Esto es falso, y se puede demostrar”.
Pocos han observado más de cerca el interés de Bill Gates por la medicina monopolista de lo que lo ha hecho James Love, fundador y director de Knowledge Ecology International, un grupo con sede en Washington, DC que estudia el amplio nexo entre la política federal, la industria farmacéutica y la propiedad intelectual. Love entró en el mundo de la política de salud pública global casi al mismo tiempo que lo hizo Gates, y durante dos décadas lo ha visto crecer y fortalecer el sistema que ha causado los mismos problemas que dice estar tratando de resolver. La estrategia de Gates refleja un compromiso inquebrantable con el derecho de las empresas farmacéuticas a tener el control exclusivo de las ciencias médicas y de los mercados para sus productos.
“Las cosas podrían haber evolucionado de cualquiera de las dos formas”, dice Love, “pero Gates quería que se mantuvieran los derechos exclusivos. Actuó rápidamente para detener el impulso de compartir el conocimiento necesario para fabricar los productos -el conocimiento sobre los procesos, los datos, las líneas celulares y la transferencia de tecnología – y la transparencia que tiene una importancia crítica en más de una docena de modalidades. La estrategia para compartir de C-TAP incluía todo eso. En lugar de respaldar esas primeras discusiones, corrió a toda velocidad, y al anunciar ACT-Accelerator en marzo manifestó su apoyo a la forma en que siempre se han hecho los negocios en materia de propiedad intelectual”.
Un año después, el Acelerador ACT ha fracasado en su objetivo de proporcionar vacunas con descuento a la “quinta parte de los residentes prioritarios” en los países de bajos ingresos. Las empresas farmacéuticas y los países ricos que tanto elogiaron la iniciativa hace un año se han refugiado en acuerdos bilaterales que dejan poco para los demás. “Los países de medianos y bajos ingresos están prácticamente solos, y no hay mucho por ahí”, dijo Peter Hotez, decano de la Escuela Nacional de Medicina Tropical en Houston. “A pesar de sus mejores esfuerzos, el modelo Gates y sus instituciones siguen dependiendo de la industria”.
En el momento de escribir este artículo, a principios de abril, se han administrado menos de 600 millones de dosis de vacunas en todo el mundo; tres cuartas partes de ellas en solo 10 países, en su mayoría de ingresos altos. En cerca de 130 países con 2.500 millones de personas no se ha administrado ni una sola dosis. Mientras tanto, el cronograma para suministrar suficientes vacunas a los países pobres y de medianos ingresos para lograr la inmunidad colectiva se ha postpuesto hasta 2024. Estas cifras representan algo más que el “catastrófico fracaso moral” que mencionó el director general de la OMS en enero. Es un duro recordatorio de que cualquier política que obstruya o inhiba la producción de vacunas corre el riesgo de ser contraproducente para los países ricos que defienden los derechos exclusivos y consumen la mayor parte de los suministros de vacunas disponibles. La frase que se repitió tantas veces durante la pandemia —nadie está a salvo hasta que todos estén a salvo— sigue vigente.
Este fracaso del mercado, tan fácil de identificar, junto con el fallido lanzamiento del C-TAP, provocó que los países en desarrollo abrieran un nuevo frente contra las barreras de propiedad intelectual en la Organización Mundial del Comercio (OMC). Desde octubre, el Consejo de los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC) de la OMC ha sido el centro de un dramático enfrentamiento entre el norte y el sur por los derechos para controlar el conocimiento, la tecnología y los mercados de las vacunas. Más de 100 países de medianos y bajos ingresos apoyan el llamado de India y Sudáfrica a renunciar a ciertas disposiciones relacionadas con la propiedad intelectual de los productos covid-19 mientras dure la pandemia. Aunque Gates y su organización no tienen una posición oficial sobre el debate que agita a la OMC, Gates y sus representantes han dejado pocas dudas sobre su oposición a la propuesta de exención. Tal como lo hizo después del lanzamiento del C-TAP de la OMS, Gates ha optado por apoyar a las empresas farmacéuticas y a los gobiernos que las albergan.
Técnicamente alojado dentro de la OMS, el ACT-Accelerator es una operación de Gates, de arriba a abajo. Mucho de su personal son miembros de la fundación Gates, y en gran medida fue diseñado y es gestionado por esa organización. Encarna la estrategia filantrópica de Gates a los problemas que genera la propiedad intelectual, que son fáciles de anticipar – empresas que acaparan, capaces de restringir la producción mundial al priorizar los países ricos e inhibir la concesión de licencias. Las empresas asociadas con COVAX pueden establecer sus propios precios escalonados. Casi no están sujetas a requisitos de transparencia y cuentan con cláusulas contractuales inútiles sobre el “acceso equitativo” que nunca se han materializado. Fundamentalmente, las empresas conservan los derechos exclusivos sobre su propiedad intelectual. Si se desvían de la línea de la Fundación Gates con respecto a los derechos exclusivos, rápidamente se les pone freno. Cuando al director del Instituto Jenner de Oxford se le ocurrió donar los derechos de su candidata a vacuna respaldada por COVAX al público, Gates intervino. Como informó Kaiser Health News, “Unas semanas después, Oxford —a instancias de la Fundación Bill y Melinda Gates— cambió de rumbo [y] firmó un acuerdo exclusivo con AstraZeneca, otorgando al gigante farmacéutico los derechos exclusivos y sin ninguna garantía de ofrecer precios bajos”.
Teniendo en cuenta las alternativas que se están discutiendo, no sorprende que las empresas farmacéuticas hayan sido las impulsoras más entusiastas de ACT-Accelerator y COVAX. Los oradores en la ceremonia de lanzamiento de ACT-Accelerator en marzo de 2020 incluyeron a Thomas Cueni, director general de la Federación Internacional de Asociaciones y Fabricantes de Productos Farmacéuticos (IFPMA), quien elogió la iniciativa como una “asociación global histórica”. Cuando las vacunas comenzaron a estar disponibles, las empresas miembros de la IFPMA perdieron interés en el Accelerator y prefirieron los acuerdos bilaterales con los países ricos. Pero continúan beneficiándose por el aura de su asociación con Gates, que ha demostrado ser invaluable durante toda la pandemia, especialmente durante un momento crucial en su primer año.
El 29 de mayo, Donald Trump anunció la retirada de EE UU de la OMS. Esto fue en respuesta, dijo, al “control total” de China sobre la agencia. Mientras tanto, la industria farmacéutica estaba disgustada con la OMS por razones completamente diferentes. El mismo día, el director general de la OMS dio a conocer el C-TAP con un “Llamado solidario a la acción” para que gobiernos y empresas compartieran toda la propiedad intelectual relacionada con los tratamientos y vacunas covid-19. Las empresas farmacéuticas no atacaron la iniciativa directamente. En cambio, su asociación comercial global, la IFPMA, se adelantó al anuncio con un evento transmitido en vivo la noche del 28 de mayo. El evento contó con los directores de AstraZeneca, GlaxoSmithKline, Johnson & Johnson, Pfizer y Thomas Cueni.
El sexto participante de la noche fue el fantasma de Bill Gates.
Como se había anticipado, las preguntas de los periodistas se relacionaron repetidamente con el tan esperado lanzamiento de C-TAP a la mañana siguiente, así como con otros temas relacionados con la propiedad intelectual, el acceso a vacunas y la equidad, y los debates sobre el alcance y las formas en que la propiedad intelectual actúa como barreras para aumentar la producción. En su mayoría, los ejecutivos mostraron ignorancia y sorpresa por el inminente lanzamiento de C-TAP; solo el director ejecutivo de Pfizer, Albert Bourla, denunció abiertamente que compartir la propiedad intelectual era “peligroso” y “tonto”.
Todos los ejecutivos, sin embargo, hablaron de las mismas estrategias, que rápidamente se tornaron en confirmaciones de su apoyo a Bill Gates y al ACT-Accelerator. La asociación con Gates se presentó como prueba del compromiso de la industria con la equidad y el acceso, así como también como prueba de que no hacía ninguna falta diseñar iniciativas superpuestas o en competencia, como el “peligroso” C-TAP.
“Ya tenemos plataformas”, dijo Cueni durante el evento del 28 de mayo. “La industria ya está haciendo todo lo correcto”.
A medida que se acumulaban las preguntas sobre C-TAP y la propiedad intelectual, el discurso de la industria sobre la iniciativa de Gates comenzó a sonar menos como un guión de relaciones públicas compartido, y más como un disco rayado. Cuando preguntaron a Emma Walmsley, directora ejecutiva de GlaxoSmithKline, por segunda vez sobre la propiedad intelectual emitió un discurso poco asimilado de las palabras que usa Gates. “Estamos absolutamente comprometidos con esta cuestión de acceso”, tartamudeó, “y estamos muy contentos con ACT, que es esta organización multilateral y va a ser un mecanismo que agrupa a múltiples partes interesadas, ya sean jefes de Estado u organizaciones como CEPI [financiado por Gates] o los Gates y Gavi [financiado por Gates] y otros y la OMS, por supuesto, donde realmente tenemos en cuenta esos principios de acceso y, claramente, también estamos comprometidos con eso”.
Si no se hubiera podido apoyar en las asociaciones de Gates y COVAX, el tartamudeo hubiera sido mucho peor. Albert Bourla de Pfizer pareció reconocer esto, en un momento interrumpió para expresar la gratitud y admiración de su industria. “Quiero aprovechar la oportunidad para enfatizar el papel que está desempeñando Bill Gates”, dijo. Y se refirió a él como “una inspiración para todos”.
Gates difícilmente puede disfrazar su desprecio por el creciente interés en las barreras de propiedad intelectual. En los últimos meses, a medida que el debate se ha desplazado de la OMS a la OMC, los periodistas han obtenido respuestas irritadas de Gates que recuerdan las declaraciones que hizo en las audiencias antimonopolio del Congreso hace un cuarto de siglo. Cuando un reportero de Fast Company planteó el problema en febrero, describió a Gates “levantando un poco la voz y riendo de frustración”, antes de saltar y decir: “Es irritante que este problema surja aquí. No es la propiedad intelectual”.
En entrevista tras entrevista, Gates ha desestimado a sus críticos sobre este tema, que representan a la mayoría pobre de la población mundial, como si fueran niños mimados que exigen helado antes de la cena. “Es una situación clásica en la salud global, donde los defensores de repente quieren [la vacuna] por cero dólares y de inmediato”, dijo a Reuters a fines de enero. Gates ha acompañado los insultos con comentarios que equiparan los monopolios protegidos por el estado y financiados con fondos públicos con el “mercado libre”. “Por lo que sabemos, Corea del Norte no tiene tantas vacunas”, dijo a The New York Times en noviembre. (Es curioso que eligiera a Corea del Norte como ejemplo y no a Cuba, un país socialista con un programa de desarrollo de vacunas innovador y de gran calidad, con múltiples candidatos a vacuna covid-19 en varias etapas de estudio).
Lo más cerca que ha estado Gates de admitir que los monopolios de vacunas inhiben la producción ocurrió durante una entrevista en enero con Mail & Guardian de Sudáfrica. Cuando le preguntaron sobre el creciente debate en torno a la propiedad intelectual, respondió: “En este momento, cambiar las reglas no haría que hubiera ninguna vacuna adicional disponible”.
Este comentario implica, en primer lugar, que ya ha pasado el momento en que cambiar las reglas podría haber marcado la diferencia. Esta es una afirmación falsa pero discutible. No se puede decir lo mismo sobre el segundo punto, que es que nadie podría haber previsto la actual crisis de suministro. Los obstáculos planteados por la propiedad intelectual no solo eran fácilmente predecibles hace un año, sino que hubo muchas personas que hablaron sobre la urgencia de evitarlos. Entre ellos estaba una gran parte de la comunidad de investigación mundial, importantes ONGs con amplia experiencia en el desarrollo y acceso a medicamentos, y decenas de líderes mundiales -actuales y previos-, y expertos en salud pública. En una carta abierta de mayo de 2020, más de 140 líderes políticos y de la sociedad civil pidieron a los gobiernos y empresas que comenzaran a compartir su propiedad intelectual. “Ahora no es el momento … de dejar esta tarea enorme y moral a las fuerzas del mercado”, escribieron.
La posición de Bill Gates sobre la propiedad intelectual era coherente con la ideología que ha defendido durante toda la vida: los monopolios del conocimiento, que fue forjando durante su cruzada vengativa cuando era adolescente contra la cultura de programación de código abierto de la década de 1970. Da la casualidad de que el uso novedoso de una categoría de propiedad intelectual —los derechos de autor, aplicados al código informático— convirtió a Gates en el hombre más rico del mundo durante la mayor parte de las dos décadas a partir de 1995. Ese mismo año entró en vigor la OMC, encadenando al mundo en desarrollo a las reglas de propiedad intelectual redactadas por un puñado de ejecutivos de las industrias farmacéutica, de entretenimiento y de software ubicadas en EE UU.
Durante el último año en que Bill Gates fue CEO de Microsoft, 1999, se concentró en defender a la compañía que fundó de demandas antimonopolio en dos continentes. A medida que la reputación de su empresa recibía fuertes golpes por parte de los reguladores de EE UU y Europa, a los que hicieron eco los medios de comunicación, Gates inició el proceso de pasar a su segundo acto: la formación de la Fundación Bill y Melinda Gates, que inició su improbable ascenso a la cúspide y pasó a dominar las políticas de salud pública a nivel mundial. Su debut en esa función se produjo durante la polémica 52ª Asamblea General de la Salud en mayo de 1999.
Era el punto álgido de la batalla para distribuir los medicamentos genéricos contra el sida en el mundo en desarrollo. El frente de la batalla era Sudáfrica, donde la tasa de VIH en ese momento se estimaba en un 22% y amenazaba con diezmar a toda una generación. En diciembre de 1997, el gobierno de Mandela aprobó una ley que otorgaba poderes al ministerio de salud para producir, comprar e importar medicamentos de bajo costo, incluyendo versiones sin marca de terapias combinadas que las compañías farmacéuticas occidentales estaban vendiendo a US$10.000 y más. En respuesta, 39 multinacionales farmacéuticas presentaron una demanda contra Sudáfrica alegando violaciones a la constitución del país e incumplimiento de sus obligaciones en virtud del Acuerdo de la OMC sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC). La demanda de la industria fue respaldada por los diplomáticos de la administración Clinton, quién encargó a Al Gore que ejerciera presión. En su documental Fire in the Blood de 2012, Dylan Mohan Gray señala que Washington necesitó 40 años para amenazar con sanciones al apartheid en Sudáfrica y menos de cuatro para amenazar al gobierno de Mandela tras el apartheid por los medicamentos contra el sida.
Aunque Sudáfrica era un mercado muy pequeño para las compañías farmacéuticas, la aparición en cualquier lugar del mundo de genéricos baratos, violando las patentes, era una amenaza para los precios de monopolio en todas partes, según la versión de la industria farmacéutica de la “teoría del dominó” de la Guerra Fría. Permitir que las naciones pobres se aprovechen de la ciencia occidental y construyan economías paralelas de medicamentos, eventualmente causaría problemas más cercanos a casa, donde la industria gastó miles de millones de dólares en publicidad para controlar la narrativa sobre los precios de los medicamentos y controlar el descontento público. Las empresas que demandaron a Mandela habían ideado los ADPIC como una respuesta estratégica a largo plazo para la industria de genéricos de los países del sur, que surgió en la década de 1960. Habían llegado muy lejos y no querían que una pandemia en el África subsahariana los retrasara. Los funcionarios estadounidenses y de la industria asociaron los viejos argumentos sobre como las patentes impulsan la innovación con las afirmaciones de que los africanos representaban una amenaza para la salud pública porque no podían seguir los horarios: no se podía confiar en que se tomaran los medicamentos de acuerdo al horario, por lo que permitir el acceso de los africanos a los medicamentos facilitaría la aparición de variantes del VIH resistentes a los medicamentos, según la industria y su gobierno y aliados de los medios de comunicación.
En Ginebra, la demanda se reflejó en una batalla en la OMS, y la línea divisoria separaba a los países del norte de los países del sur: por un lado, los países que albergan a las compañías farmacéuticas occidentales; por el otro, una coalición de 134 países en desarrollo (conocidos colectivamente como el Grupo de los 77, o G77) y una “tercera fuerza”, que iba en aumento, de grupos de la sociedad civil liderada por Médicos Sin Fronteras y Oxfam. El punto de conflicto fue una resolución de la OMS que pedía a los estados miembros “asegurar el acceso equitativo a los medicamentos esenciales; asegurar que los intereses de la salud pública fueran prioritarios en las políticas farmacéuticas y de salud; [y] explorar y revisar sus opciones en virtud de los acuerdos internacionales relevantes, incluyendo los acuerdos de comercio, para salvaguardar el acceso a medicamentos esenciales.
Los países occidentales consideraron que la resolución era una amenaza a su reciente conquista del monopolio en medicina, que habían logrado cuatro años antes cuando se estableció la OMC. Sin embargo, a medida que la opinión pública mundial y el sentimiento de los estados miembros de la OMS fueron virando a favor de la resolución y contra demanda puesta a Sudáfrica, la industria se fue quedando cada vez más indefensa. En las semanas previas a la asamblea, las empresas y las embajadas de sus países se tambalearon mientras buscaban cambiar el rumbo. Su creciente ansiedad se refleja en una serie de cables filtrados que el embajador de Estados Unidos en Ginebra, George Moose, envió a Washington en abril y mayo. En un telegrama diplomático fechado el 20 de abril, Moose expresó su alarma por el creciente número de delegaciones de la OMS que:
Hacían declaraciones diciendo que había que dar prioridad a la salud pública como lo afirmaba los ADPIC (Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual Relacionados con el Comercio) … porque podían socavar los derechos de propiedad intelectual (dpi) por encima de los intereses comerciales de los acuerdos comerciales de la OMC
A Moose le preocupaba que las empresas farmacéuticas no estuvieran ayudando a su propia causa y que parecían incapaces de hacer algo más que repetir los viejos argumentos de que la propiedad intelectual es un motor de la innovación. Las industrias farmacéuticas, escribió Moose,
Deberían hacer más ellas mismas sobre este tema, especialmente en los países en desarrollo, y no depender únicamente del argumento de que los derechos de propiedad intelectual protegen las ganancias que luego se utilizan para el desarrollo de medicamentos nuevos. No dentro de 10 años. Los sudafricanos y otros están más preocupados por la disponibilidad de medicamentos ahora. Los problemas relacionados con la disponibilidad local y el precio de los medicamentos que no tienen nada que ver con ADPIC requerirán más discusión, sin dudas.
A lo largo de las semanas, los relatos de Moose ofrecen la imagen de una industria farmacéutica contra las cuerdas, atontada y sin ideas. En opinión del embajador de EE UU, el problema no era tanto la bancarrota moral como la incompetencia. “Recomiendo al gobierno de EE UU que impulse a la industria farmacéutica a discutir sus argumentos de forma más convincente en los países en desarrollo”, escribió exasperado el embajador, “y en especial a abordar sus preocupaciones sobre la disponibilidad local y los precios de los medicamentos”.
Después de la estruendosa discusión en la Asamblea de la OMS de 1999, las compañías farmacéuticas se humillaron y retiraron su escandaloso pleito contra Sudáfrica, quedando reducidas a lo que The Washington Post llamó “casi un estatus de parias”.
Al mismo tiempo, la industria era más rica que nunca. La administración Clinton había aprobado una larga lista de cosas que las grandes farmacéuticas querían, desde ampliar los medios para privatizar los descubrimientos financiados por el gobierno hasta hacer posible la publicidad dirigida al público de los medicamentos de venta con receta. Las ganancias correspondientes se destinaron a reforzar las ya históricamente ricas operaciones de cabildeo en Washington y Ginebra. Y, sin embargo, a pesar de todo el poder que tienen, las empresas fueron incapaces de ponerse una máscara que se asemejara a un rostro humano creíble. El movimiento activista global continuó influyendo en la opinión pública y fue ganando adeptos, mientras socavaba la legitimidad del modelo basado en monopolios que es la base del enorme poder de la industria. Según todas las medidas no financieras, era una industria en apuros. Para usar una frase que de lo que iba a representar el futuro apoyo de Bill Gates se podría decir que estaba esperando a su Superman.
Cuando Moose advirtió sobre el futuro de los ADPIC en la primavera de 1999, Gates se estaba preparando para financiar el lanzamiento de una asociación público-privada llamada Gavi, la Alianza por las Vacunas, con una subvención inicial de US$750 millones, que anunciaba su llegada al mundo de las enfermedades infecciosas y la salud pública. En ese momento, todavía era más conocido por ser el hombre más rico del mundo y el propietario de una empresa de software dedicada a prácticas anticompetitivas. Este perfil no significó mucho en el ruidoso salón donde se celebraba la Asamblea de la OMS, que estaba repleto de grupos de la sociedad civil y delegaciones del G77, quienes juntos abuchearon a la delegación de EE UU cuando intentó hablar. A lo sumo, generó algo de consternación cuando los funcionarios de la Fundación William H. Gates comenzaron a distribuir un brillante folleto que promocionaba el papel de la propiedad intelectual en impulsar la innovación biomédica.
James Love, quien organizó muchos de los eventos de la sociedad civil en torno a la Asamblea de 1999, recuerda como Harvey Bale, un ex funcionario del Ministerio de Comercio de EE UU que se desempeña como director general de la Federación Internacional de Asociaciones de Fabricantes Farmacéuticos, se unió al esfuerzo de distribución de los empleados de Gates.
“Era un bonito folleto a todo color sobre por qué las patentes no presentan un problema de acceso, con el logotipo de la Fundación Gates en la parte inferior”, dice Love. “Fue extraño, y pensé: ‘Está bien, creo que esto es lo que está haciendo ahora’. En retrospectiva, fue entonces cuando el consorcio farmacéutico Gates estableció los límites a la propiedad intelectual. Desde entonces, ha estado metiendo las narices en todos los debates sobre propiedad intelectual, diciendo a todos que pueden ir al cielo si apoyan algunos descuentos para los países pobres”.
Después de la Asamblea de la OMS de 1999, la industria trató de salvar su reputación ofreciendo a los países africanos descuentos en las terapias combinadas de antirretrovirales que cuestan US$10.000 o más en los países ricos. Los precios rebajados que ofrecían seguían siendo escandalosamente altos, pero incluso plantear el tema de las rebajas de precios era demasiado para Pfizer, cuyos representantes abandonaron la coalición industrial por principio. La opinión pública se volvió más dura contra las empresas, resultando en una campaña de acción directa enérgica, ingeniosa y eficaz. Al igual que en los primeros meses de la pandemia de covid-19, la sensación era de posibilidad, había esperanza en que un sistema moralmente obsceno y manchado de sangre estuviera al borde del colapso forzado.
“El movimiento estaba muy centrado en sus objetivos y logró generar presión para encontrar soluciones estructurales más decisivas”, dice Asia Russell, una activista veterana contra el VIH-SIDA y directora de Health Gap, un grupo que aboga por el acceso a los medicamentos contra el VIH.
“Y justo cuando comenzamos a asegurar algún tipo de avance, surgió una nueva versión de la narrativa de la industria de Gates y Pharma. Era sobre cómo las políticas de precios, la competencia genérica, cualquier cosa que interfiriera con las ganancias de la industria, socavaría la investigación y el desarrollo, cuando la evidencia muestra que ese argumento no se sostiene. Los argumentos de Gates se alinearon con los de la industria“.
Manuel Martin, asesor de políticas de Médicos Sin Fronteras, añade: “Gates difuminó el verdadero problema de la descolonización de la salud global. En cambio, las compañías farmacéuticas podrían simplemente dar dinero a sus instituciones”.
Incluso después de que las empresas farmacéuticas retiraran su demanda contra el gobierno sudafricano y los genéricos fabricados en India comenzaron a fluir hacia África, Gates se mantuvo duro en las negociaciones que consideró que amenazaban el paradigma de la propiedad intelectual. Esto incluyó su actitud hacia el Fondo o Banco de Patentes de Medicamentos (MPP) de Unitaid, un fondo donde las empresas comparten voluntariamente la propiedad intelectual, que se fundó en 2010, y amplió el acceso a algunos medicamentos contra el VIH / SIDA que estaban protegidos por patentes. Aunque no es una respuesta integral al problema, el MPP fue el primer ejemplo práctico de crear un banco de propiedad intelectual con carácter voluntario, uno que muchos observadores esperaban que sirviera como modelo para el banco de propiedad intelectual sobre el covid-19 administrado por la OMS.
Brook Baker, profesor de derecho en la Northeastern University y analista senior de políticas de Health GAP, dice que Gates siempre ha estado preocupado con el grupo Unitaid por avanzar demasiado y termine con la propiedad intelectual.
“Inicialmente, Gates no apoyaba e incluso se mostraba hostil hacia el Fondo de Patentes de Medicamentos para el sida”, dice Baker. “Él canalizó esa hostilidad para impedir que se relajara el control férreo de la industria sobre sus tecnologías durante la pandemia. Su explicación para rechazar los modelos para contrarrestar este control carecía de sentido. Si la propiedad intelectual no es importante, ¿por qué las empresas se niegan a cederla voluntariamente cuando se podría utilizar para ampliar la oferta en medio de la peor crisis de salud pública del mundo en un siglo? No es importante, o es tan importante que tiene que estar celosamente guardada y protegida. No puedes tener las dos cosas”.
Este invierno, mientras Gates aseguraba al mundo que la propiedad intelectual era una pista falsa, un bloque de países en vías de desarrollo explicaba en la OMC que había que aprobar una exención sobre ciertas disposiciones de propiedad intelectual, y señalaba la “brecha bastante grande [que] existe entre lo que COVAX o ACT-A pueden ofrecer y lo que se necesita en los países en vías de desarrollo y menos desarrollados“.
A esta mansifestación siguió la contundente declaración:
“El modelo de donación y conveniencia filantrópica no puede resolver la desconexión básica entre el modelo monopolístico que suscribe y el deseo real de los países en desarrollo y menos adelantados de producir por sí mismos … La escasez artificial de vacunas se debe principalmente al uso inadecuado de los derechos de propiedad intelectual”.
Otra declaración de un bloque diferente de países agregó: “COVID19 revela la profunda desigualdad estructural en el acceso a los medicamentos a nivel mundial, y la causa fundamental es el interés de la industria en la propiedad intelectual a expensas de vidas“.
Gates está seguro de que él sabe más. Pero su incapacidad para anticipar una crisis de suministro y su negativa a involucrar a quienes la predijeron, han complicado la imagen que ha tratado de mantener de megafilántropo santo y omnisciente. COVAX es un gran ejemplo de los compromisos ideológicos más profundos de Gates, no solo con los derechos de propiedad intelectual, sino también con la combinación de estos derechos con un mercado libre imaginario de productos farmacéuticos, una industria dominada por empresas cuyo poder se deriva de los monopolios construidos e impuestos políticamente. Gates ha estado defendiendo tácita y explícitamente la legitimidad de los monopolios del conocimiento desde sus primeras iniciativas contra los aficionados al software de código abierto en la era de Gerald Ford. Estuvo del lado de estos monopolios durante la época más dura de la crisis africana del SIDA en la década de 1990. Todavía está allí hoy, defendiendo el estatus quo e interfiriendo de forma efectiva a favor de aquellos que reciben miles de millones en beneficios gracias a su control de las vacunas covid-19.
Su última estrategia es institucionalizar el ACT-Accelerator como la institución organizadora central en futuras pandemias. Sin embargo, la escasez ha hecho que este esfuerzo se perciba como algo incómodo, y Gates ahora se ve obligado a considerar la cuestión de la transferencia de tecnología. Este es un aspecto del debate sobre el acceso equitativo que no se relaciona con la propiedad intelectual, en la forma en que se interpreta comúnmente, como una simple cuestión de patentes y licencias, sino con el acceso a los componentes y al conocimiento técnico relacionado con la fabricación, incluyendo el material biológico y otras áreas protegidas bajo la categoría de propiedad intelectual conocida como secretos comerciales. El sur global y los grupos de la sociedad civil han estado solicitando la transferencia de tecnología durante meses, ya sea de forma obligatoria, que podría haberse escrito en contratos, o mediante un mecanismo voluntario asociado con C-TAP, pero como era de esperar, Gates ha llegado a la escena con un plan más familiar en mano.
A principios de marzo, los altos mandos de Gates se unieron a los ejecutivos farmacéuticos para organizar una “Cumbre mundial de fabricación y cadena de suministro de vacunas C19” convocada por Chatham House en Londres. El tema principal de la agenda: planes para establecer una nueva iniciativa dentro de ACT-Accelerator, el Covid Vaccine Capacity Connector, que busca abordar la cuestión de la transferencia de tecnología dentro del marco habitual de derechos de monopolio y licencias bilaterales.
“El debate sobre la transferencia de tecnología está siendo fuertemente liderado y moldeado por aquellos que quieren establecer los términos y condiciones bajo los cuales se puede transferir el conocimiento”, escribe Priti Patnaik en su boletín de Geneva Health Files. Un mecanismo de transferencia de tecnología dirigido por Gates sin un aporte significativo de los estados miembros de la OMS escribe, sería un “fuerte golpe” para C-TAP y para futuras iniciativas similares que promuevan la concesión de licencias abiertas y el intercambio de conocimientos para maximizar la producción y el acceso.
Hay indicios de atraso en el escrutinio del papel de Gates en la salud pública y su compromiso de por vida con los derechos exclusivos de propiedad intelectual. Pero hasta ahora estos son anecdóticos. Es más frecuente que se muestre deferencia, como muestra el artículo del New York Times del 21 de marzo, sobre el papel del gobierno de EE UU en el desarrollo de las vacunas de ARNm ahora bajo el control monopolístico de Moderna y Pfizer. Cuando el artículo se convirtió en el inevitable cameo de Gates, el reportero del Times estaba cerca del objetivo y de alguna manera se las arregló para apuntar mucho más lejos de la diana. En lugar de sondear el papel central de Gates en preservar este paradigma, el documento incluyó una referencia a un texto estándar sobre precios y acceso que se encuentra en el sitio web de la Fundación Gates. En respuesta a una solicitud de comentarios, un portavoz de la Fundación Gates me señaló un artículo de su director ejecutivo, Mark Suzman, en el que sostenía que “la propiedad intelectual es fundamental para la innovación, incluyendo el trabajo que ha ayudado a desarrollar vacunas con tanta rapidez”.
Cualquier cambio en la cobertura mediática de la segunda carrera de Gates puede producir un eco retardado en el mundo que ha llegado a dominar. Aquí Gates no solo controla las narrativas, controla la mayor parte de la nómina. Esto puede parecer conspirativo o exagerado para los forasteros, pero no para los activistas que han sido testigos de la capacidad de Gates para cambiar el centro de gravedad en temas importantes.
“Si le dijeras a una persona cualquiera, ‘Estamos en una pandemia. Identifiquemos a todos los que pueden fabricar vacunas y bríndemoles todo lo que necesitan para conectarse lo más rápido posible’, sería lo obvio”, dice James Love. “Pero Gates no lo hará. Tampoco lo harán las personas que dependen de su financiación. Tiene un poder inmenso. Él puede hacer que te despidan de un trabajo en la ONU. Él sabe que, si quieres trabajar en la salud pública global, es mejor que no te conviertas en enemigo de la Fundación Gates cuestionando sus posiciones sobre la propiedad intelectual y los monopolios. Y hay muchas ventajas en estar en su equipo. Es una vida agradable y cómoda para mucha gente”.
Notas