Muchos pacientes que se inscriben en ensayos clínicos tienen expectativas poco realistas sobre lo que pueden conseguir.
Hace poco vi a un paciente que condujo seis horas para consultarme. Era un antiguo boxeador, un peso semipesado, y tenía una leucemia que no lograba controlar tras varias rondas de quimioterapia. Parecía una versión envejecida del boxeador de la película Rocky, aunque tenía una voz áspera, más parecida a la del personaje de Burgess Meredith, Mickey Goldmill, el entrenador de Rocky.
“¿Qué tengo que hacer para acabar con mi leucemia? Probaré cualquier cosa”, me dijo con seriedad. “He oído que aquí están haciendo un estudio. Quiero participar”.
Estaba interesado en inscribirse en un ensayo clínico de un nuevo tratamiento inmunoterápico que utilizaba el propio sistema inmunitario del paciente para atacar y eliminar las células leucémicas. Su médico le dijo que estábamos haciendo el ensayo en nuestro centro oncológico.
El ensayo clínico era un estudio de fase 1, más dramáticamente llamado “primer ensayo en humanos”, es decir, la primera vez que se administra un fármaco a personas, tras lo que se denominan estudios “preclínicos”. El objetivo principal de los ensayos de fase 1 es encontrar la dosis adecuada del medicamento y evaluar su seguridad —sin determinar si realmente funciona—.
De hecho, en estos ensayos, la probabilidad de que un medicamento para tratar el cáncer de un paciente sea eficaz es históricamente inferior al 15% [1].
¿Qué es lo que motiva a la gente a inscribirse en ensayos clínicos para recibir un medicamento experimental, antes de que se haya determinado claramente su eficacia —e incluso su dosis— y, supuestamente, el propósito de dicho ensayo no tiene nada que ver con la reducción del cáncer en una persona?
¿Qué motiva a los pacientes a participar en ensayos clínicos?
En un estudio [2], se enviaron encuestas con esta misma pregunta a casi 300 participantes en ensayos clínicos oncológicos. Cuando se preguntó a los pacientes cuál era el motivo principal para participar en un ensayo clínico, el 45% de los encuestados que estaban inscritos en ensayos de fase 1 dijeron que les motivaba la posibilidad de recibir beneficios médicos con el tratamiento.
Otras motivaciones importantes para los adultos que participaron en ensayos de fase 1 fueron la confianza en el médico que realizaba el estudio (17%), mantener la esperanza (15%) y ayudar a futuros pacientes (4%). Esta última categoría se considera altruismo médico, es decir, el deseo de contribuir al avance de la ciencia médica. Estas motivaciones suelen ser más frecuentes en pacientes con mejor pronóstico.
¿Por qué entonces casi la mitad de estos pacientes se inscribieron en un ensayo clínico contra el cáncer con la esperanza de encontrar un medicamento que funcione, cuando el objetivo del ensayo era únicamente encontrar la dosis adecuada del fármaco?
Imagine que usted es mi paciente, y tiene una leucemia que sigue avanzando a pesar de las múltiples rondas de quimioterapia. Su médico le dice que no hay más opciones de tratamiento disponibles, así que es mejor que vaya al hospital universitario más cercano, o a alguno de los grandes hospitales académicos donde podrían estar realizando un ensayo clínico con un nuevo medicamento.
Una brecha en la comunicación al apuntarse a un ensayo clínico
Para alguien como mi paciente, que se siente lo suficientemente bien como para conducir seis horas hasta una consulta, un ensayo clínico se convierte en el siguiente paso de tratamiento —independientemente de lo que ese ensayo implique o de cualquier promesa de que el fármaco pueda funcionar—, simplemente porque su médico le ha dicho que existe uno.
Aunque probablemente una razón más frecuente sea que, los que estamos involucrados en la investigación clínica, no comunicamos abiertamente los verdaderos objetivos de un ensayo de fase tan temprana.
Esta comunicación tan deficiente puede ocasionar engaño terapéutico (therapeutic miscenception): la creencia de que el objetivo de la investigación es beneficiar directamente al paciente que participa en el ensayo, cuando en realidad solo los futuros pacientes se beneficiarán de los resultados de la investigación.
Otro estudio [3] analizó cómo los médicos comunicaban los riesgos y beneficios de participar en ensayos de fase 1 a 85 familias de pacientes pediátricos con cáncer. Los riesgos de los tratamientos farmacológicos se comentaron el 95% de las veces, a 81 de las 85 familias. Es un tanto sorprendente que esto no ocurriera el 100% de las veces, ya que estos ensayos de fase 1 implicaban quimioterapia.
Los beneficios terapéuticos se mencionaron casi con la misma frecuencia: el 88% de las veces, a 75 de 85 familias. El altruismo se mencionó al 41% de las familias. Sin embargo, en el 13% de las conversaciones, el ensayo clínico se describió como un puente hacia otra terapia o para prolongar la vida, a pesar de que no había pruebas de que estos primeros tratamientos farmacológicos en humanos fueran a reducir el cáncer.
“Aún no estoy listo para tirar la toalla”
Las personas con cáncer en fase terminal buscan tratamiento por diversas razones, y están dispuestas a soportar los tremendos efectos secundarios de los fármacos, por la posibilidad de obtener incluso beneficios mínimos.
Creo que yo también lo haría.
Como proveedores de atención médica, es nuestra responsabilidad entender esas motivaciones y asegurarnos de que nuestros pacientes no se inscriban en un ensayo clínico con un objetivo equivocado en mente —y tener especial cuidado en no desinformar a nuestros pacientes sobre los objetivos de tratamiento que se pueden obtener—.
Le pregunté a mi paciente si estaba seguro de querer someterse a otro tratamiento para su leucemia, dadas las escasísimas probabilidades de que funcionara.
“No, doc, aún no estoy listo para tirar la toalla. Sigo siendo duro como una roca”. Levantó los brazos y dio un par de golpes al aire, para enfatizar su punto.
Cumplió los requisitos para participar en el ensayo y pasó el mes siguiente en el hospital, sufriendo numerosos efectos secundarios por el tratamiento, pero conservando en todo momento su extraordinario espíritu. Pero al final de ese mes, la leucemia persistía a pesar de sus esfuerzos y los nuestros.
Le vi en mi clínica una última vez antes de que volviera a su casa y le pedí disculpas por cómo había pasado lo que al final se habían convertido en sus últimas semanas. Me sentía fatal de que él hubiera pasado ese tiempo en una ciudad extranjera, soportando los golpes de un tratamiento experimental, en lugar de estar en casa con su familia.
Me ofreció un apretón de manos, diciendo: “Valía la pena intentarlo, ¿no, doc? Y me imagino que tal vez usted aprendió algo estudiándome, y que yo ayudé a alguien más en el futuro”.
Su altruismo era conmovedor. Y tal vez para mi paciente, el mero hecho de tener las agallas de dar ese paso en el tratamiento —de subirse al ring una vez más y decir que había explorado todas las posibilidades— había sido siempre su propósito.
Referencias