Los derechos de propiedad intelectual que se ejercen sobre los productos farmacéuticos provocan día a día un brutal proceso de cercamiento de los comunes del conocimiento, de absorción de recursos y capital provenientes de los sectores de la investigación y tecnología global. El fenómeno está acompasado por reformas de las Organizaciones internacionales como la Organización Mundial de la Salud, que nacieron multinacionales en la postguerra y hoy están en manos del filantrocapitalismo (Herrera-Belardo, 2002) [1].
Expresado con los conceptos que utilizó David Harvey para describir la marcha del orden político-económico global en lo que denomina el nuevo imperialismo, se trata de un proceso de expropiación, desposesión y acumulación por despojo. (Harvey, 2004) [2]. Este modelo de desposesión no sería posible sin un sostenido y silente proceso de reforma de las instituciones globales, cimentado también en un cambio semántico del tradicional concepto de filantropía, otrora ligado a un deber laxo de caridad, propio de la proverbial moral confesional. Esta ingeniosa herramienta semántica se construyó “inoculando un pretendido dinamismo e innovación del emprendimiento capitalista” hacia lograr transmutarlo en un artefacto diseñado para movilizar las fuerzas del mercado organizadas en torno a modelos aparentemente «eficientes» de gestión de recursos públicos o privados, nacionales, internacionales o globales. Promover proyectos con objetivos medibles y resultados cuantificables, y acordes con el modelo neoliberal de mercantilización y privatización de bienes intangibles, un nuevo ropaje de la filantropía al servicio de la neoliberalización y la financiarización del sistema capitalista global [3] (Mediavilla-García Arias, 2018).
¿Por qué hablar de propiedad intelectual sobre productos farmacéuticos – patentes, secretos comerciales, secretos tecnológicos, datos de prueba, entre otros- girando entorno a los conceptos de expropiación, desposesión o acumulación capitalista? Porque en pandemia aprendimos muchas cosas, entre ellas que la salud pública mundial está sujeta a los caprichos y la voracidad de las grandes corporaciones farmacéuticas; y también que esas corporaciones -con la complicidad de algunos gobiernos y comunidades económicas que otorgan las patentes- acumulan ahora privilegios logrados a través de un lento y sostenido proceso de expropiación de saberes producidos por instituciones públicas mediante la colaboración científica abierta. Y además -y quizás este sea el punto menos conocido pero más urgido de una toma de consciencia pública mundial que se atreva al menos a denunciar a los expropiadores-, porque el poder económico bestial de la gran industria farmacéutica amparada por algunos estados, nos ha despojado lentamente de las conquistas de la postguerra cuando se forjaron ciertas instituciones multinacionales como la OMS, en cuyas decisiones ahora tiene un gran poder el capitalismo internacional desembridado (Veláquez-Lamata, 2023) [4].
Lentamente, y mediante un refinado proceso de privatización, la OMS se ha convertido en una institución yerma por incapaz de cumplir con sus aspiraciones fundacionales, entre ellas que los estados miembros acepten -aunque sólo sea por autointerés y no por justicia- que el desarrollo desigual de los distintos países en la promoción de la salud es un peligro común. Expropiación y desposesión de saberes, expropiación por la vía de la privatización de Instituciones otrora públicas y más o menos democráticas, acumulación de patentes, de secretos comerciales y tecnología, de los resultados de los ensayos sobre eficacia de las vacunas ante las nuevas cepas, que aún en pandemia sólo se han compartido de manera errática, geopolíticamente interesada y guardando “las “joyas de la corona” bajo siete llaves.
No es momento de hablar de la interesante historia que circula por detrás de las patentes de invención, que luego se extendieron al ámbito de los medicamentos, de la biomedicina, y la biotecnología vegetal. Originariamente entendidas como un tipo especial de propiedad intelectual exclusiva, conferidas como privilegios limitados en su duración, las patentes de invención se otorgaban como un monopolio temporal en el que el beneficiado asumía el compromiso de introducir y difundir de manera completa las características del invento luego del tiempo estipulado, para que otros pudieran reproducirlo e incluso ofrecerlo en un mercado a precios supuestamente competitivos.
Con el tiempo, y cuando la ciencia produjo los saberes necesarios que permitieron conocer, diseñar y modificar genéticamente los organismos vivos, comenzaron a solicitarse patentes que pretendían reivindicar al mismo tiempo -como ocurrió con el famosísimo caso Ananda Chakrabarty de 1972- un derecho de propiedad exclusivo y excluyente vía patentes – para apropiarse privadamente tanto del método para modificar las bacterias, como de las bacterias combinadas con el material portador capaz de degradar el petróleo, y de las bacterias mismas. La mesa estuvo servida, se podía patentar la vida.
Los argumentos de los peritos en legitimación patentadores de la vida -porque un gen o una bacteria son sin duda objetos naturales vivos y no inventos- son refinados, abrevan en teorías filosóficas que pervierten para sus fines, son interesantes y los invito a consultarlos. Pero no seguiré esta ruta, aunque filosóficamente me resulta un tema apasionante, porque los procesos de apropiación de la vida –de semillas, bacterias, genes, información genética- son una de las formas de acumulación por desposesión que más rendimientos económicos le aportan al capitalismo actual [5].
Para no abrumarnos ni inmovilizarnos, traigo aquí el consejo de la activista Arundaty Roy: “lo que está sucediendo en el mundo es casi demasiado colosal como para que la comprensión humana lo abarque, pero es una cosa terrible. Contemplarlo en toda su amplitud, intentar definirlo, tratar de combatirlo todo a la vez es imposible. La única forma de luchar es mediante batallas específicas con formas específicas” [6] (Roy, 2001).
Una de las batallas específicas consiste, en mi opinión, en comprender y difundir por qué y cómo las grandes empresas farmacéuticas primero se blindaron y luego obtuvieron el poder necesario para participar en las tomas de decisión dentro de la OMS – entre otros del Programa COVAX que pertenece a la OMS pero que goza de independencia económica y decisoria, como otros muchos. En este punto contamos con un interesante dialogo entre Germán Velásquez y Fernando Lamata antes citado.
El proceso de toma de control de la OMS -un organismo público multinacional encargado de velar por la salud mundial- se realizó mediante etapas perfectamente diseñadas. En un primer momento las empresas tenían que reforzar sus oligopolios, extendiéndolos en el tiempo mediante el truco jurídico que lleva el nombre de “información reservada”, con el objetivo de lograr el suficiente poder económico y dominio, para ingresar luego como capitalistas filantrópicos en los lugares estratégicos de una institución pública internacional como la OMS. La organización ya transitaba un proceso de cambio paulatino desde los 80 del siglo pasado, cuando la financiación sumó, además de las obligatorias, las contribuciones voluntarias aportadas por fundaciones privadas u otras organizaciones internacionales con intereses en el negocio. Por experiencia sabemos que cuando los ricos filantrópicos se encaprichan, incluso en plena pandemia, retiran los fondos o los adjudican al mejor postor. Dado que las contribuciones voluntarias se destinan a menudo a fines o programas específicos, pasan por alto la Asamblea, el lugar de la deliberación. La OMS depende cada día más de los recursos de un número relativamente pequeño de miembros ricos que casi siempre se benefician con los oligopolios. Para expresarlo con un lenguaje jurídico-republicano, fue necesario que los oligopolios obtuvieran un dominio casi absoluto sobre medicinas, vacunas y patentes, para luego ser capaces de ejercer imperio dentro de las organizaciones multinacionales.
En un artículo que el periodista independiente Alexander Zaitchik escribió en abril del 2021 para la Revista Jacobin, se narra la historia del blindaje de manera ejemplar. Nos cuenta Zaitchik sobre la promesa hecha pública “en un tono de magnanimidad regia” de Moderna de liberar las patentes de la vacuna COVID 19, argumentando que estaban “felices de disminuir sus beneficios en un momento tan difícil”. El periodista sabe y a esta altura lo sabemos casi todos, que fue una cínica tapadera para esconder ganancias, y que de haber cumplido la promesa -y no lo hicieron- no hubiera servido para nada. El objetivo fue disfrazarse públicamente de magnánimos porque los disfraces también aportan beneficios [7].
Lo cierto es que las patentes de medicamentos y vacunas ya no informan lo necesario como para que cuando el monopolio expire y se haga público puedan ser producidas por los países que tengan capacidad de hacerlo, que no son tan pocos como machaca la prensa hegemónica cuando se critica la indecente distribución de las vacunas en el mundo (el 85 % de los vacunados en pandemia viven en los países del norte global). Las joyas de la corona están blindadas con candados, esos candados no expiran y se apodan “secretos comerciales”, copiados de una ley de defensa de secretos comerciales de EEUU del año 2016 y que la Organización Mundial del Comercio incluyó en el régimen de propiedad intelectual que nos domina, si por dominación entendemos tener que pedir permiso a otros para no morir.
Cito a Zaitchik, de su interesante libro Owning the Sun (Apropiándose del Sol):
“Las empresas farmacéuticas y biotecnológicas monopólicas hoy son capaces de ocultarlo casi todo bajo el rótulo de «información no divulgada», lo cual incluye los diseños y las especificaciones técnicas, los procedimientos de control de procesos y de calidad, los mejores métodos de producción, los manuales de instrucciones y los datos de los ensayos. Los requisitos sobre información reservada –pero no las patentes- carecen de un límite de duración legal, tienen una vida infinita y eso deja sin efecto –no una sino dos veces- el acuerdo original de una patente: permite que las empresas oculten la información necesaria al dominio público lo cual sirve para impedir la competencia y extender el monopolio más allá de los términos acordados” (Zaitchik, 2022) [8].
Con la información reservada se abrió la puerta para convertir en dominio lo que antes era una posesión temporal. Y dominio significa, en el ámbito jurídico, que el dueño (dominus) es el soberano, tiene el derecho de poseer, usar, gozar (derecho de extraer los frutos), disponer, excluir a otros, cerrar y administrar la cosa.
Comencé con una breve descripción del proceso de abordaje del filantrocapitalismo a los lugares estratégicos de los organismo internacionales, entre ellos la OMS, luego de un proceso sostenido de acumulación y desposesión de bienes comunes que en la mayoría de los casos son fruto de la investigación científica financiada con dinero público.
Desde su fundación en 1948, la financiación de la OMS provenía de fondos públicos aportados como contribuciones regulares y obligatorias por parte de los 194 países miembros. Un país un voto en la Asamblea general, y como los países pobres y de ingresos medios siempre somos mayoría, las decisiones solían ser democráticas. Los países del sur global tuvieron peso cuando estuvieron unidos, antes de que los países del norte tuvieran la monumental capacidad como para comprar voluntades políticas.
Al día de hoy la OMS sólo dispone para sus programas de un 16 por ciento de las cuotas obligatorias, el resto del presupuesto está en manos de los contribuyentes voluntarios (públicos y privados), incluidas entidades filantrópicas como la Fundación Bill y Melinda Gates, que realizan donaciones para fines específicos elegidos a menudo por ellos de manera unilateral [9] (Velásquez- Lamata, 2023).
Durante la pandemia aprendimos que la coordinación de la OMS en programas con presupuestos importantes como lo es COVAX (colaboración para el acceso equitativo mundial a las vacunas) es prácticamente inexistente. En la mesa que la OMS “coordina” se sientan a negociar intereses, así los apodan, algunos gobiernos, no todos, organizaciones globales de salud, productores, científicos, sector privado, sociedad civil y sociedades filantrópicas [10]. Ellos deciden la asignación equitativa y la distribución a gran escala de pruebas, tratamientos y vacunas a nivel mundial.
Las empresas que componen la Big Pharma controlan en este momento casi la mitad del mercado mundial, y sus rentas son incluso superiores a las del complejo industrial-militar. Varios informes de la Comisión Europea, y especialmente uno del 2008, ya reflejan con datos la oligopolización del sector en el que para cada euro invertido en la elaboración de medicamentos ganan mil en el mercado. Una buena parte de estas compañías fueron también los agentes privados que lograron imponer las normas internacionales sobre propiedad intelectual. Muchos de ellos están sentados a la Mesa de la OMS con poder para definir la adjudicación y distribución de las vacunas con durante la pandemia.
Pues bien, creo que es posible comenzar a librar pequeñas batallas recurriendo a algunos Documentos importantes. Por ejemplo, en el año 2000, coincidiendo con el periodo del fin de la moratoria para que los países miembros de la OMC adhirieran a las normas internacionales de propiedad intelectual, el Comité de Derechos económicos, sociales y culturales de Naciones Unidas aprobó un documento general sobre la relación entre la ciencia y los derechos económicos, sociales y culturales en un sentido amplio, y muy especialmente su relación con el derecho consagrado artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, y con ligeras modificaciones en el artículo 15 del Pacto Internacional de Derechos económicos, sociales y culturales: “toda persona goce de los beneficios del progreso científico y de sus aplicaciones” [11].
El texto de 2020 introduce de manera explícita el concepto de “función social de la propiedad intelectual, lo cual significa que la propiedad, también la intelectual, tiene límites que el derecho público nacional e internacional están obligados a regular en función de los derechos fundamentales de los demás:
El Comité reitera que la propiedad intelectual es un producto social y tiene una función social (V,62)…y que “el derecho a participar en el progreso científico y sus aplicaciones y gozar de sus beneficios ayuda a los Estados a asegurarse de que esos derechos de propiedad no se realicen en detrimento del derecho a la salud. Este derecho se convierte en un mediador importante entre un derecho humano —el derecho a la salud— y un derecho a la propiedad” (V, 69).
El término social tiene en el documento una doble entrada: la propiedad intelectual es un producto social y también tiene una función social, lo que le otorga un papel de “intermediario” entre el derecho a la salud y los derechos de propiedad. Son los gobiernos, además de las Organizaciones Internacionales, las que deben asegurarlo y actuar en consecuencia; si no lo hicieran estarían incumpliendo con la defensa del derecho humano a la salud. Al soberano por su parte -el pueblo- le corresponde controlar que los mandatarios cumplan con los deberes fiduciariamente delegados.
Preciso es, entonces, reconocer la importancia al artículo 5 de la Resolución de 2000, que introduce un concepto de “función social de la propiedad intelectual”, exhortando a las organizaciones intergubernamentales a integrar sus políticas y disposiciones a los principios internacionales de derechos humanos. El artículo pide “a los gobiernos que integren en sus leyes y políticas nacionales y locales, disposiciones conformes con las obligaciones y los principios internacionales en materia de derechos humanos, que protejan la función social de la propiedad intelectual” [12].
Por cierto, es muy significativo que en el año 2000 un organismo internacional como las Naciones Unidas incluya en un documento el concepto de “función social de la propiedad”. En primer lugar, porque va a contracorriente del concepto de propiedad liberal (exclusivo y excluyente) que el titular puede usar, expropiar e incluso destruir a su antojo. Justamente el concepto de función social de la propiedad fue incorporado a varias constituciones latinoamericanas en el siglo veinte (México, Brasil, Colombia) para oponerse a ese concepto liberal de propiedad, hoy de nuevo triunfante en varios países de la región. Este concepto de función social de la propiedad intelectual —y la preminencia que el documento otorga a los derechos humanos sobre los acuerdos económicos— permitieron algunos avances en cuanto a adecuar el sistema multilateral de comercio a la letra de algunos de los tratados internacionales de los derechos humanos. Todos estos documentos continúan hoy vigentes aunque casi siempre incumplidos, entre otras cosas por los problemas legales para aplicar normas internacionales a un sistema que, como la OMC, en muchos aspectos se presenta como un sistema jurídicamente autocontenido, cerrado y cuasi-inapelable, y no es más que una estrategia para imponer las normas sin restricciones jurídicas valederas para el derecho internacional.
Es importante aclarar algunos problemas relacionados con la noción de función social de la propiedad intelectual. En primer lugar, recordar que el concepto de función social de la propiedad tiene una historia y un contexto de surgimiento, forjados en el siglo XIX como una herramienta redistributiva y que no constituye en ningún caso una crítica al concepto de propiedad, simplemente atribuye al propietario el deber de cumplir con algunas obligaciones sociales, que se derivan del tipo de propiedad que se pretenda ejercer. Importa también recordar que tal propiedad se considera un producto social y en ningún caso tiene una existencia pre-social o natural. Así lo pensó siempre y de manera explícita el jurista francés León Diguit, que fue el principal impulsor del concepto [13]. Pero la cuestión crucial es aclarar qué tipo de obligaciones impone ese carácter social de la propiedad en cada caso, y en el que nos ocupa la propiedad intelectual vía patentes de medicamentos y vacunas. Se trata de un tema jurídicamente complejo que podría servir de acicate para mediar, como bien dice el documento, entre el derecho humano a la salud y un derecho de propiedad [14].
Para los ciudadanos de a pie incapaces de litigar de manera individual por el incumplimiento de nuestro derecho humano a la salud nos queda, como siempre, la fuerza del activismo de las Organizaciones no gubernamentales (ONG), muchas de ellas con una extensa trayectoria en temas de salud, y que en tiempos recientes han logrado algunas conquistas en la política estatal a escala nacional y en el funcionamiento del sistema de derechos humanos de las Naciones Unidas a escala internacional. Esas luchas muchas veces invisibles produjeron normas interesantes y derechos indicativos como el que acabamos de reseñar.
No olvidemos que para producir resistencia es necesario frenar tanto el dominio absoluto por parte de los grandes monopolios farmacéuticos y biotecnólogicos como sus consecuencias, entre ellas el imperio del filantrocapitalismo sobre la financiación y decisiones de la OMS. Porque quien ejerce dominiun sobre cosas, ideas o inventos y pretende estar amparado en una supuesta soberanía absoluta sobre su propiedad, también goza de la capacidad de ejercer imperium sobre otros seres humanos, pues la acumulación de derechos de propiedad sobre cosas externas rivales por parte de algunos, termina ejerciendo una dominación que es incompatible con los derechos del resto.
Los invito, en recuerdo de las muertes evitables antes, durante y después de la pandemia, a reconocer la importancia de librar juntos la batalla, los del norte y el sur global, por la universalización del derecho a la salud, y el acceso a medicamentos y vacunas.
Referencias