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EE UU y Canadá

El cartel norteamericano: en medio de la batalla hay que desmantelar la industria de los opioides

(American Cartel: Inside the battle to bring down the opioid industry)
Scott Higham, Sari Horwitz
The Washington Post, 7 de julio de 2022
https://www.washingtonpost.com/investigations/2022/07/07/american-cartel-book/
Traducido por Salud y Fármacos, publicado en Boletín Fármacos: Políticas: 25(4)

Tags: Rannazzisi, DEA, puertas giratorias, sobredosis de opioides, epidemia de opioides, Mallinckrodt Pharmaceuticals, Cardinal Health, Teva Pharmaceuticals, McKesson Corporation, AmerisourceBergen Corp, conflictos de interés

Este artículo, dice el Washington Por, es una adaptación de “American Cartel: Inside the Battle to Bring Down the Opioid Industry” (https://www.amazon.com/American-Cartel-Inside-Battle-Industry/dp/1538737205)

A última hora de su último día como agente de la Agencia de Control de Drogas (en inglés DEA), Joe Rannazzisi cogió un carrito de la sala de correo para llevar algunas cajas con sus pertenencias personales a su Ford Excursion. Esa misma mañana había entregado su placa de agente, fue día sin un almuerzo formal de despedida, y ya era de noche, pero tampoco hubo bebidas de despedida. La gran mayoría ya se habían ido del elegante complejo de oficinas de Arlington, y el pasillo silencioso era un final triste para una carrera que, a pesar de todos los elogios, parecía haber terminado en derrota.

Era un sentimiento inusual para el musculoso neoyorquino que hablaba duro y que había pasado 30 años encarcelando a los malos.

Como jefe de la división de la DEA para vigilar a la industria de medicamentos, Rannazzisi y sus agentes habían perseguido a médicos corruptos y a los fabricantes de medicamentos más grandes del país, a las empresas de distribución y a las cadenas de farmacias que ofrecían opioides poderosos y altamente adictivos en todas partes de EE UU.

Sus agentes habían allanado con éxito los almacenes de las empresas que aparecen en la lista del Fortune 500. La DEA los multó con decenas de millones de dólares. Algunas de las empresas eran nombres familiares, como Walgreens y CVS. Otras habían escapado al escrutinio público, pero él las consideraba igualmente o incluso más culpables, empresas como Mallinckrodt Pharmaceuticals, Cardinal Health, Teva Pharmaceuticals, McKesson Corporation y AmerisourceBergen Corp.

Investigaciones justas, creía Rannazzisi. Pero él y su equipo habían sido aplastados, su lucha por detener el flujo destructivo de los analgésicos fue sofocada por una campaña de presión muy bien organizada y bien financiada.

Hoy, la crisis de opioides de EE UU está peor que nunca. El año pasado, la nación registró un récord de 100.000 muertes por sobredosis de drogas, la mayoría por fentanilo, que es 50 veces más potente que la heroína. No se vislumbra un final porque los cárteles mexicanos de la droga inundan el país con envíos del opioide sintético barato y altamente adictivo.

Siga la investigación de The Post sobre la epidemia de opioides
La mayoría de la gente no conoce la verdadera historia de la epidemia de opiáceos. No se trata únicamente de Purdue Pharma y la familia Sackler. Se trata de cómo una constelación de empresas farmacéuticas se enfrentó a la DEA, y cómo la DEA perdió esa guerra, no contra los cárteles, sino contra los cabilderos, los legisladores y los abogados de K Street [calle que atraviesa Washington D.C. en donde están los lobbies, los congresistas y los abogados de la calle K].

Rannazzisi fue atacado por una coalición muy unida de ejecutivos de empresas farmacéuticas y cabilderos con estrechos vínculos con miembros del Congreso y funcionarios de alto rango dentro del Departamento de Justicia. Les ayudó un grupo de exfuncionarios federales que habían trabajado en la DEA y en el Departamento de Justicia, que se sintieron atraídos por los sueldos de las empresas que alguna vez regularon y por los bufetes de abogados del centro del D.C. que las representaban.

Uno fue D. Linden Barber, un destacado abogado de la DEA que dejó la agencia para representar a la industria de los opiáceos. Conociendo íntimamente a la DEA, Barber ayudó a redactar legislación para la industria farmacéutica que destruyó la capacidad de la agencia para perseguir agresivamente a las empresas. En pocas palabras, la nueva ley cambió la definición del tipo de comportamiento corporativo que constituía un “peligro inminente” para el público. Elevó el nivel probatorio, es decir el nivel de evidencia que tenía que presentar la DEA, haciendo casi imposible que la agencia, en su intento de cerrar los almacenes de las empresas farmacéuticas pudiera cumplir con el nuevo estándar. La legislación fue fácilmente aprobada por el Congreso en 2016, en pleno apogeo de la epidemia de medicamentos de venta con receta y la firmó el presidente Barack Obama sin que la Oficina Oval (la oficina presidencial) dijera una palabra.

En el Congreso de la nación, la medida fue patrocinada por el entonces diputado republicano Tom Marino de Pensilvania y la senadora Marsha Blackburn, republicana de Tennessee, junto con el senador Orrin G. Hatch, republicano de Utah, y el senador Sheldon Whitehouse, demócrata. de Rhode Island. El proyecto de ley fue fuertemente respaldado y financiado por la industria de opioides.

Para defenderse de la DEA, las empresas contrataron a los abogados más inteligentes y mejor conectados de Washington. Uno de ellos fue Jamie Gorelick, quién fue fiscal general adjunto durante la administración Clinton y se convirtió en socio de WilmerHale, una poderosa firma de abogados a dos cuadras de la Casa Blanca y que tenía a mil abogados distribuidos en ciudades de todo el mundo. La firma representaba a Cardinal Health, que la DEA había estado persiguiendo desde 2011 por distribuir enormes cantidades de analgésicos.

Gorelick envió un memorando describiendo las preocupaciones de su cliente al fiscal general adjunto que en ese momento era James M. Cole. El Departamento de Justicia convocó a Rannazzisi para que diera explicaciones a Cole durante una reunión sin precedentes. Otro ex fiscal general adjunto, Craig S. Morford, estaba trabajando para Cardinal como jefe de asuntos legales. Había enviado un memorando de tres páginas al jefe de Rannazzisi en la DEA, detallando las quejas de la compañía sobre los agresivos esfuerzos de la agencia para hacer cumplir la ley.

Rannazzisi nunca había visto algo así. Los abogados de las bandas de narcotraficantes y las organizaciones de traficantes que él había investigado nunca habían logrado presionar a los funcionarios de más alto nivel del Departamento de Justicia en nombre de sus clientes. En lugar de enfrentarse a un proceso penal, los ejecutivos de Cardinal pagaron una multa y se terminó el litigio. Rannazzisi dijo: “Es como pagar una multa de tráfico”.

Pero era el estilo de Washington, donde había una puerta giratoria constante entre la agencia, el Departamento de Justicia y las empresas a las que se suponía que debían vigilar. El sistema funcionaba bien para los exempleados y las empresas farmacéuticas. Los exempleados podían triplicar o cuadriplicar sus salarios pasándose a las corporaciones de la lista Fortune 500 o a sus bufetes de abogados en K Street. Y sabían con precisión cómo operaban la agencia y el departamento, y cómo podían impedirles hacer su trabajo.

Los amigos de Rannazzisi sabían desde hacía meses que la industria de los opiáceos y sus aliados en Washington le estaban atacando y le habían condenado al ostracismo dentro de su propia agencia; ya no era un luchador bienvenido. Habían instalado en la DEA a un nuevo administrador, Chuck Rosenberg, que simpatizaba más con la difícil situación de la industria farmacéutica. Quería que Rannazzisi perdiera su trabajo y que se disolviera su equipo.

Los amigos de Rannazzisi le llamaron a su casa, sondeando delicadamente para ver si estaba seguro. ¿Podría alguien tan obsesivo y herido como Rannazzisi hacer la transición a su jubilación? Y les dijo: “No se preocupen, no me voy a matar”.

Aun así, algunos se preguntaron si deberían quitarle su arma, un Walther PPK .380, solo para estar seguros.

Rannazzisi estaba un poco desconcertado por la preocupación. Puede que haya perdido su trabajo, pero no se dio por vencido. Tenía dos hijas a las que cuidar y un nuevo perro.

Cuando dejó la sede de la DEA en octubre de 2015, esperaba que la lucha continuara de alguna forma. La adicción a los opiáceos era una epidemia. Cientos de miles de personas morían por sobredosis. Las empresas eventualmente se ahogarían en su codicia. Los ciudadanos eventualmente exigirían que su gobierno detuviera todo. Tenía que haber un juicio final,

Sin embargo, aquel viernes triste de octubre cuando finalmente terminó su relación con la DEA, Rannazzisi no podía vislumbrar cómo sería ese juicio final. No tenía idea de que algún día regresaría a las trincheras de la guerra contra los opiáceos, esta vez como testigo clave contra las mismas empresas que fueron responsables de que perdiera su trabajo.

Un año después, un domingo por la mañana de 2016, Paul T. Farrell Jr. se sentó en la mesa de la cocina de la casa de sus padres mientras su padre preparaba el desayuno. Una noticia local publicada en el Charleston Gazette-Mail era la comidilla de la ciudad. Informó que varias empresas farmacéuticas, incluyendo algunas de las más grandes del país, habían enviado 780 millones de analgésicos de venta con receta al estado de West Virginia (junto a Washington D.C.) en un periodo de seis años, y que 1.728 residentes en el estado sufrieron una sobredosis. Los envíos fueron suficientes para suministrar 433 analgésicos a cada hombre, mujer y niño del estado.

La familia de Farrell había vivido en Huntington, Virginia Occidental, durante generaciones. Eran inmigrantes católicos irlandeses que llegaron a Hell’s Kitchen de Nueva York durante el siglo XIX [Nota de SyF en aquella época un barrio famoso por sus crímenes, gansters, y suciedad] y se dirigieron a West Virginia. Huntington había sido una ciudad próspera gracias a las minas de carbón. Pero esos años de auge habían quedado atrás, y la ciudad de Farrell se había convertido en algo parecido a una película de zombis: seres humanos deambulando por el centro, jeringas y agujas vacías en parques públicos, niños sin padres, toda una generación criada en hogares de acogida o por abuelos.

A uno de sus amigos más cercanos, Mark Zban, un atleta estrella, le recetaron opioides tras una serie de lesiones. Farrell observó con horror cómo su amigo sucumbía en el olvido de la oxicodona. Con 6 pies 5 pulgadas y 220 libras, Zban estaba hecho para la NFL [la liga más importante del futbol estadounidense]. Pero obstaculizado por graves lesiones en la rodilla y un disco roto, sus sueños de convertirse en profesional se desvanecieron. En 2006, con seis hijos y un trabajo muy estresante que consistía en vender suministros médicos, el dolor de Zban por sus lesiones deportivas se había vuelto insoportable. Los médicos le recetaron dosis bajas de hidrocodona y luego dosis más altas de oxicodona. Cuando no pudo convencer a los médicos de que le escribieran más recetas, compró pastillas en las calles de Huntington.

Drogarse se convirtió en su rutina diaria. Nada más le importaba.

“Estaba muy avergonzado y al mismo tiempo apenado por lo que estaba haciendo. Realmente me aislé”, dijo Zban. “La situación se había puesto tan mal que se volvió más importante que mis hijos. Me da vergüenza decir eso”.

A medida que la historia del periódico de esa mañana recorría la mesa del desayuno de los Farrell, Farrell se dio cuenta de que la culpa no era de los cárteles mexicanos de la droga ni de ninguno de los sospechosos habituales, sino de las empresas estadounidenses, todas ellas se beneficiaban de la miseria callejera.

Estas corporaciones estaban consiguiendo ganancias sin precedentes mientras que, en la opinión de Farrell, sus vecinos estaban siendo exterminados por opioides tales como OxyContin, Percocet, Vicodin y las omnipresentes tabletas azules de oxicodona de 30 mg fabricadas por una empresa de St. Louis de la que nunca había oído hablar: Mallinckrodt, un gigante de la industria farmacéutica que había logrado evitar ser el centro de atención. En 2006, Purdue Pharma fabricó 130 millones de analgésicos. Ese mismo año, Mallinckrodt fabricó 3.600 millones de pastillas, casi 30 veces más que Purdue. Las píldoras de Mallinckrodt se hicieron tan populares en el mercado negro que los usuarios y traficantes de drogas las llamaron “blues” o “30s”.

La madre de Farrell, Charlene, había visto demasiadas muertes, había asistido a demasiados funerales.

“Alguien debería hacer algo”, dijo mientras su esposo estaba de pie junto a la cocina, friendo tocino. El hermano menor de Farrell, Patrick, piloto de combate durante la Guerra de Irak, intervino. “¿No es eso lo que haces para ganarte la vida?” le preguntó a Farrell.

Farrell sintió que era una pregunta justa. Estaba embarcado en un viaje al laberinto corrupto de la industria de opioides de EE UU. Pronto colaboraría con algunos de los abogados de los demandantes más pintorescos y destacados de la nación, incluyendo con Mark Lanier, un abogado de Texas de 58 años que figuraba entre los abogados litigantes más ricos y exitosos de EE UU.

Lanier vivía en una gran finca de 35 acres a unas 25 millas al norte de Houston. Cuando no estaba demandando a las grandes corporaciones, criaba pollos, ovejas, cabras, monos, gansos, cerdos panzudos y llamas en los cuidados terrenos de su propiedad, enmarcados por árboles de manzanas, ciruelas y melocotones.

Frente a los miembros del jurado, Lanier interpretó el papel de un abogado rural, contando historias populares, utilizando accesorios y recitando versículos de la Biblia. Sus métodos parecían engañosos, pero convencieron a los miembros del jurado que eran los árbitros definitivos. En el transcurso de su carrera de 37 años, Lanier procesó más de 200 demandas por lesiones personales y por productos defectuosos. Ganó casi US$20.000 millones en veredictos contra corporaciones en casos relacionados con asbesto, medicamentos de venta con receta e implantes metálicos de cadera.

Pero tener litigantes experimentados financiados por poderosos bufetes de abogados demandantes no era suficiente. Farrell sabía que necesitaba gente dentro de la DEA para presentar su caso. Reclutó a Rannazzisi como su testigo estrella. También reclutó a otros agentes e investigadores de la DEA cuyos casos contra las compañías de opiáceos habían sido destruidos. La mayoría estaban ansiosos por colaborar. El dinero que ganarían como testigos expertos ayudaría. Pero lo más importante, querían venganza.

Para octubre de 2019, en vísperas del primer juicio contra la industria de opioides en la nación, Farrell, Lanier y cientos de otros abogados habían iniciado el litigio civil más grande y complejo en la historia de EE UU en nombre de miles de estados, municipios, ciudades y Tribus nativas americanas. La coalición obtuvo acceso a una base confidencial de datos que daba seguimiento a las píldoras, y a millones de correos electrónicos y memorandos corporativos internos sobre las peleas en los tribunales con legiones de bufetes de abogados omnipotentes que defienden a la industria de los opioides.

Para Farrell, los documentos internos y los correos electrónicos revelaron un panorama aterrador sobre la avaricia corporativa y la cobardía política. Entre los documentos había comunicaciones que se dieron en las juntas directivas de las corporaciones, la sede de la DEA y los pasillos de mármol del Capitolio y que alguna vez fueron confidenciales. Los documentos se incluyeron en miles de demandas presentadas ante los tribunales federales de todo el país y son la base de una batalla legal sin precedentes en la jurisprudencia estadounidense: una búsqueda de justicia dolorosa, compleja e inconclusa.

Farrell y Rannazzisi se dieron cuenta de que las empresas habían fabricado, distribuido y despachado 100.000 millones de pastillas de analgésicos en todo el país durante nueve años, entre 2006 y 2016. Una revelación impresionante tras otra, desde correos electrónicos que se burlaban de los adictos hasta informes de ventas narrando el auge de las fábricas de pastillas — mostraron la indiferencia de las grandes empresas ante el número de víctimas de la epidemia. Farrell y Rannazzisi, ya endurecidos por sus experiencias con las empresas, estaban horrorizados por la forma en que los ejecutivos corporativos deshumanizaban a las personas que sufrían una sobredosis y morían a causa de sus productos.

Una empresa, Cephalon, trató de motivar a su equipo de ventas con un video de una versión doblada del Dr. Evil de las películas de Austin Powers. En el video, el Dr. Evil amenazó con matar a cualquier representante de ventas que no vendiera lo suficiente de su producto de fentanilo.

Victor Borelli, representante nacional de ventas de Mallinckrodt, comparó los analgésicos altamente adictivos que vendía con chips de tortilla.

Un representante de ventas le escribió a Borelli: “¡Que sigan viniendo! Están desapareciendo. Es como si la gente fuera adicta a estas cosas o algo así… Oh, espera, la gente lo está.”

“Al igual que Doritos”, respondió Borelli. “Que sigan comiendo, haremos más”.

En el apogeo de la epidemia de opiáceos en 2011, los ejecutivos de AmerisourceBergen, el tercer distribuidor de medicamentos mayor de EE UU, circularon una serie de correos electrónicos que contenían una parodia del tema principal de la comedia de CBS de la década de 1960 “The Beverly Hillbillies”. La parodia comparó a los adictos a los opiáceos con los “Pillbillies”, montañeros de los Apalaches pobres y sin educación.

“Bueno, de lo primero que te enteras es de que el viejo Jed está conduciendo hacia el sur”, decía la parodia. “Jed le dijo a Kinfolk que no se pusiera demasiados en la boca, / dijo que Sunny Florida es el lugar donde deberías estar / Así que cargaron el camión y condujeron rápidamente. / Sur, eso es. / Clínicas del dolor, cash ‘n carry. / ¡Un grupo de Pillbillies!”

Cuando los abogados descubrieron por primera vez la parodia en montones de documentos que las empresas habían dado a los abogados de los demandantes, Farrell pensó que se trataba de una broma.

“Esto no puede ser real”, le escribió a uno de sus colegas.

Era real. Durante 10 años, el correo electrónico de “Pillbillies” fue una broma interna en AmerisourceBergen. Durante un juicio en el año 2021 en Charleston, West Virginia, que involucró a AmerisourceBergen y a otros dos distribuidores de medicamentos, McKesson y Cardinal Health, Farrell interrogó a uno de los ejecutivos de AmerisourceBergen que había compartido la parodia con sus colegas. Fue el primer caso que finalmente fue a juicio. Docenas más esperaban en fila.

La noticia de la parodia estalló en Twitter. La reacción fue tan hostil y amenazadora que el ejecutivo de AmerisourceBergen que testificaba se convirtió en blanco de amenazas de muerte. El juez que supervisó el juicio convocó a los abogados a su despacho y advirtió a Farrell y a su equipo legal que no presentaran más correos electrónicos incendiarios de la empresa.

Las medidas enérgicas de la DEA contra la industria de opioides y la avalancha de demandas pueden haber diezmado el mercado negro de analgésicos, pero dejó a incontables millones de adictos. Los usuarios de opioides buscaron otras opciones, lo que desencadenó dos oleadas catastróficas de muerte más. En 2015, las sobredosis de heroína superaron el número de muertes por opioides. Dos años más tarde, la tercera ola de la epidemia, impulsada por el fentanilo, superó a la heroína como principal causante de muertes por sobredosis, destrozando todavía a más comunidades en todo el país.

Desde que Farrell presentó su primera demanda contra la industria de opioides en 2017, cientos de bufetes de abogados se han unido al caso y han representado a más de 4.000 pueblos, ciudades, municipios y tribus indígenas. Los juicios continúan revelando documentos corporativos internos y correos electrónicos. Uno de los documentos era un libro que detallaba cómo la industria podía culpar a la propia DEA de la epidemia de opiáceos para evitar su responsabilidad.

A la fecha, el contraataque legal ha resultado en acuerdos de pagos de las empresas (entre ellas Johnson & Johnson y los tres principales distribuidores del país, McKesson, Cardinal Health y AmerisourceBergen) por casi US$40.000 millones. Mallinckrodt y Purdue también llegaron a un acuerdo y ahora están en el tribunal de bancarrotas.

Pero las personas que han luchado como Rannazzisi no lo sienten como una victoria. El lunes (4 de julio), un juez federal falló a favor de esos distribuidores y desestimó los reclamos presentados por Farrell y otros abogados de que las empresas eran responsables de la epidemia de opiáceos en el estado de West Virginia.

Rannazzisi recuerda que están muriendo más personas por sobredosis de opioides que nunca, pero ningún ejecutivo de una compañía de Fortune 500 ha ido a la cárcel, ni siquiera ha sido juzgado en un tribunal penal.

“Un muchacho que vende crack en una esquina va a la cárcel, por cinco o diez años porque tiene un arma o por lo que sea. Pero una corporación que está involucrada en la distribución ilegal de drogas que están matando a personas en todo el país ¿por qué no se le procesa? Pregunta Rannazzisi.

“La respuesta es: poder e influencia”.

creado el 29 de Diciembre de 2022