El Dr. Carl Elliot enseña ética médica en la Universidad de Minnesota, es el autor de varios libros, el más reciente se titula
“The Occasional Human Sacrifice: Medical Experimentation and the Price of Saying No” (El sacrificio humano ocasional: la experimentación médica y el precio de decir no) y el 7 de mayo de 2024 publicó un ensayo sobre el mismo en el New York Times [1]. A continuación, traducimos algunos de los párrafos más impactantes.
¿Qué es lo que lleva a un individuo a decir no a prácticas que son engañosas, explotadoras o dañinas cuando todos los demás piensan que están bien? Durante mucho tiempo asumí que decir no era principalmente una cuestión de coraje moral. La pregunta era: si eres testigo de una mala acción ¿serás lo suficientemente valiente para hablar?
Pero luego comencé a hablar con personas con información privilegiada que habían denunciado investigaciones médicas abusivas. Pronto me di cuenta de que había obviado la importancia de la percepción moral. Antes de decidir hablar sobre una mala acción, tienes que reconocerla por lo que es.
No es tan sencillo como parece. Emprender una carrera en medicina es como mudarse a un país extranjero, donde no entiendes las costumbres, los rituales, los modales ni el idioma. Al principio, la principal preocupación es encajar y evitar ofender. Esto es cierto incluso si las costumbres locales parecen retrógradas o crueles. Es más, EE UU tiene un gobierno autoritario y se rige por una jerarquía rígida que no solo desalienta la disidencia, sino que también la castiga. Vivir felizmente en este país requiere convencerse de que cualquier incomodidad que uno sienta proviene de su propia ignorancia y falta de experiencia. Con el tiempo, uno se adapta e incluso puede llegar a reírse de lo ingenuo que era cuando llegó por primera vez.
Pocas personas se aferran a esa incomodidad y aprenden de ella. Cuando Michael Wilkins y William Bronston empezaron a trabajar como médicos jóvenes a principios de los años 70 en la Escuela Estatal Willowbrook en Staten Island, encontraron a miles de niños con discapacidad mental condenados a vivir en las condiciones más horribles imaginables: niños desnudos meciéndose y gimiendo en pisos de cemento, en charcos de su propia orina; un hedor abrumador a enfermedad y suciedad; una unidad de investigación donde los niños eran infectados deliberadamente con hepatitis A y B.
“Era realmente un campo de concentración estadounidense”, me dijo el Dr. Bronston. Sin embargo, cuando él y el Dr. Wilkins intentaron reclutar a médicos y enfermeras de Willowbrook para reformar la institución, se encontraron con indiferencia u hostilidad. Parecía como si nadie más del cuerpo médico pudiera ver lo que ellos veían. Sólo cuando el Dr. Wilkins buscó a un periodista y este le mostró al mundo lo que estaba sucediendo detrás de los muros de Willowbrook, algo comenzó a cambiar.
Cuando le pregunté al Dr. Bronston cómo era posible que los médicos y enfermeras trabajaran en Willowbrook sin identificarlo como la escena de un crimen, me dijo que se originaba en la forma en que la institución estaba estructurada y organizada. “Médicamente segura, médicamente administrada, validada por los médicos”, dijo. Los profesionales médicos simplemente se adaptaron al status quo. Dijo: “Te sumas al programa porque eso es para lo que te han contratado”.
Uno de los grandes misterios del comportamiento humano es cómo las instituciones crean mundos sociales en los que prácticas impensables llegan a parecer normales. Esto es tan cierto en los centros médicos académicos como en las prisiones y centros militares. Cuando nos cuentan un escándalo de investigación médica terrible, suponemos que lo hubiéramos visto igual que Peter Buxtun, el denunciante que vio en el estudio de la sífilis de Tuskegee: un abuso tan impactante que sólo un sociópata podría no percibirlo.
Sin embargo, rara vez sucede así. A Buxtun le llevó siete años convencer a otros de que vieran los abusos como lo que eran. Otros denunciantes han tardado aún más tiempo. Incluso cuando el mundo exterior condena una práctica, las instituciones médicas suelen insistir en que los de afuera no la entienden realmente.
Según Irving Janis, el psicólogo de Yale que popularizó la noción de pensamiento grupal, las fuerzas de la conformidad social son especialmente poderosas en las organizaciones que están impulsadas por un profundo sentido de propósito moral. Si los objetivos de la organización son justos, sus miembros sienten que está mal poner obstáculos en el camino.
Esta observación ayuda a explicar por qué la medicina académica no sólo defiende a los investigadores acusados de malas prácticas, sino que a veces también los recompensa. Muchos de los investigadores responsables de los abusos más notorios de la historia médica reciente (el estudio de la sífilis en Tuskegee, los estudios de la hepatitis en Willowbrook, los estudios de la radiación en Cincinnati, los estudios en la prisión de Holmesburg) recibieron elogios profesionales incluso después de que se denunciaran los abusos.
La cultura de la medicina es notoriamente resistente al cambio. Durante la década de 1970 se pensaba que la solución a la mala conducta médica era la educación formal en ética. Hoy prácticamente todas las escuelas de medicina del país exigen formación en ética pero, su impacto es debatible.
Muchos de los abusos éticos más atroces de las últimas décadas han ocurrido en centros médicos con destacados programas de bioética, como la Universidad de Pensilvania, la Universidad de Duke, la Universidad de Columbia y la Universidad Johns Hopkins, y la Universidad de Minnesota.
Se podría perdonar a alguien que llegara a la conclusión de que la única manera de cambiar la cultura de la medicina es imponiendo cambios desde fuera, por parte de organismos de supervisión, legisladores o litigantes.
Un objetivo central de la formación médica es transformar su sensibilidad. Se enseña a los profesionales a endurecerse contra sus reacciones emocionales naturales ante la muerte y la desfiguración; a dejar de lado sus opiniones habituales sobre la privacidad y la vergüenza; a ver el cuerpo humano como algo que debe ser examinado, estudiado y en el que se pueden hacer experimentos.
Un peligro de esta transformación es que verá a sus colegas y superiores hacer cosas horribles y tendrá miedo a decirlo. Pero el peligro más sutil es que ya no verá lo que están haciendo como algo horrible. Simplemente pensará: Así es como se hace.
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