En este mes de junio, en la Organización Mundial de Comercio (OMC), se va a librar otro capítulo de una vieja guerra, la de la plebe de las naciones contra las más poderosas, para buscar una exención temporal –waiver– de patentes de propiedad intelectual sobre medicamentos, ahora sobre la vacuna COVID. Lo novedoso es que al bando de los proponentes se suma EE.UU., tradicional opositor; queda contra las cuerdas la social-democracia de los países europeos.
Las penurias de la pandemia han puesto a prueba las patentes de medicamentos, les ha desprovisto de la aureola de bondad, les ha descubierto un rostro horroroso.
Es oportuno replantear el tema sobre la regulación de la propiedad intelectual de medicamentos a nivel de la Organización Mundial del Comercio, que en las Rondas de Uruguay y Doha se formulaba, bajo el supuesto de que el neoliberalismo ya había plantado bandera a favor de la industria privada, con este interrogante: ¿Las patentes de propiedad intelectual son factor de promoción o de obstáculo para el acceso universal a los elementos esenciales para la salud?
Bajo el escenario de hoy, la respuesta es unívoca, las patentes son talanqueras que hay que levantar con un waiver. A diez y ocho meses de iniciado el contagio, ciento sesenta millones de afectados, tres millones y medio de fallecidos, -cifras que crecen todos los días- , y la vacunación insuficiente, inequitativa, lenta, tardará años. Un fracaso rotundo.
Se derrumba la confianza, si se tuvo, en que la empresa privada estaba en condiciones de acopiar recursos ingentes para la investigación y promover el desarrollo de nuevos medicamentos. A partir de la década de los ochenta la teoría del Estado Mínimo, llevó a los Estados, en el ámbito de la salud, a desmantelar infraestructuras, equipos humanos, presupuesto público. Aquí, una anécdota, se cerró el centro de producción de vacunas para humanos. Allí, EE.UU. cedió sus investigaciones hechas con fondos públicos, a centros y laboratorios y universidades privados, para que fueran ellos quienes encontraran utilidad práctica y beneficios económicos a esos conocimientos acumulados. Imperaba la tesis de que la mano del mercado se haría cargo de las necesidades de los enfermos.
Esas políticas generaron una potente y oligopólica empresa farmacéutica. Son pocas y acaparan los réditos de una floreciente industria, que su genio ha sabido hacer rentable. El axioma de que el dinero para la investigación crece en la misma proporción que las ganancias, se revela de una ingenuidad comúnmente aceptada.
La gran farmacia no le preocupó la pandemia que desde hace diez años se anunciaba -Bill Gates- como uno de los grandes peligros de la humanidad. El avance e invención de la ciencia para ser aplicado a la vacunación, no ha corrido por cuenta de fondos de investigación de las farmacéuticas. Los Estados debieron asumir la financiación.
Las nuevas técnicas para construir vacunas no son fruto de investigaciones de la Big Pharma. Son laboratorios pequeños los que han arriesgado su insuficiente capital en investigar cómo se aprovecha el laboratorio de biotecnología que somos cada uno, para que cada persona sea la que, con el mensaje apropiado –ARNm-, produzca una proteína distintiva, la Spike del COVID y la cual ha de funcionar de alerta temprana de una futura invasión a gran escala, de manera que, cuando esta llegue, el centro de inteligencia del sistema inmunitario, las células dendríticas, hayan recopilado la información sobre el enemigo, y con ella, preparado a los comandos de apresamiento -células B- con armas adecuadas -pinzas hechas a la medida-, y adiestrado al pelotón de ajusticiamiento, -las células T- en su capacidad de inmediato reconocimiento del invasor.
Desde la década de los noventa se viene ensayando con la inoculación del ARNm, que consiste en poner a circular en el cuerpo un mensaje genético con un destino preciso, los ribosomas, fábricas que tenemos en nuestras células para producir aminoácidos-. Primero se supo cómo sintetizarla, desde el ADN, y recientemente, desde el mismo ARN; luego vino un trabajo más difícil, estabilizar esa sustancia lábil, por naturaleza. El ARNm es tan frágil como su función: llevar un mensaje, la receta de una proteína, y desaparecer. Ello tomó veinticinco años, y la fórmula es encapsularla en burbujas de grasa. Eso es la vacuna de Pfizer, Moderna y Curavac: el ARNm de la proteína Spike, envuelto en liposomas.
Se le reconoce el papel de pionero de la técnica ARNm a la Universidad de Pensilvania, con la húngara Katalin Karico. De allí se derivaron los ensayos en ratones de la Universidad de Tubinga. Y la de Harvard para terapias celulares. Y de esas líneas de investigación se desprendieron, BioNTech fundada por Sagin y Türeci, epidemiólogos y oncólogos de origen turco, dedicados a combatir los tumores cancerosos; CureVac, fundada por Igmar Hoerr, ex –Tubingia, que la aplica en una vacuna contra la rabia; y Moderna, quien se fundó a partir de lo que Derrick Rossi aprendió en Harvard.
El trabajo de investigación, sus riesgos y fracasos han sido asumidos por empresas pequeñas, no por las grandes farmacéuticas, que solo asomaron cabeza, cuando vieron rentable el negocio. Pfizer negoció con BioNTech e imprimió su marca en la invención de este. Moderna recibió un fuerte espaldarazo económico de EE.UU, con el programa Operation Ward Speed; y Curevac, el apoyo del gobierno y de inversores alemanes.
Los estimativos iniciales de costos de las vacunas COVID hablan de US$14.000 millones, de los cuales 3.400, por cuenta de de CureVac y Sanofi, y de préstamos o capitalizaciones, no de fondos de suyos dedicados a la investigación. Las vacunas de Oxford-Astrazeneca, Johnson y Johnson, Moderna y Noravac obtuvieron recursos de apoyos gubernamentales o de entidades sin ánimo de lucro. Los beneficios económicos se reparten abundantemente como dividendos, no como partidas para fondos de investigación.
Es una extensa controversia la que se ha generado para dilucidar la verdadera dimensión el aporte a la innovación de medicamentos de la Big Pharma. Si la muestra fuera lo sucedido con las vacunas COVID, aquella se saldaría de manera contundente: es muchísimo menor a la que la industria se atribuye y difunde.
Por esta razón, la posición de Colombia en la próxima reunión de la OMC debería ser, por propia convicción, votar por la liberalización de patentes sobre las vacunas para que en el mundo se produzcan sin trabas, y puedan ser aplicadas sin la odiosa inequidad que hoy impera. Y a falta de convicción que siga el ejemplo o la instrucción de EE.UU. Lo que si no puede repetirse, es que Colombia se abstenga a votar como lo hizo frente a la iniciativa de vacunas libres que promovió recientemente India y Sudáfrica, y menos que acuda a los argumentos que insultan la inteligencia: que el asunto era ajeno a Colombia porque no era productor de vacunas.
Anda tan perdido el Gobierno que es necesario recordar la verdad elemental de que él fue elegido para defender los intereses colectivos de los colombianos y no los de la gran farmacia; y que es una opción abierta, que Colombia debe tomar, volver a ser productores de vacunas, ahora de alta tecnología, para ser autosuficientes en salud inmunitaria.