Uno de los temas que conversaron el presidente Luis Lacalle Pou con los tres intendentes del Frente Amplio, fue planificar juntos el “devenir de la vacunación”. El jefe comunal de Canelones Yamandú Orsi aprovechó el momento para plantearle al mandatario que la posibilidad de que se produzcan vacunas en Uruguay.
Según contó Orsi en la conferencia que dio junto a la intendenta de Montevideo, Carolina Cosse, y al salteño, Andrés Lima, hizo ese planteo y puso a disposición el parque industrial de Canelones, dónde está el data center de Antel. La idea, contó, es que”pueda desarrollarse un hub de logística para proveer vacunas, aprovechando que tenemos en ese corredor una zona franca de medicamentos y el parque científico y tecnológico, y a partir de algunas consultas, no parece una idea tan descabellada”.
Aunque los científicos uruguayos están capacitados para fabricar vacunas y podrían hacerlo, y de hecho hasta la década de 1980 lo hicieron, hay una limitante que torna inviable, al menos por el momento, llevar a cabo esa producción en Uruguay.
En el país sí se fabrican vacunas veterinarias, y en Brasil se ha hablado de adaptar vacunas veterinarias para fabricar vacunas humanas. Así lo afirmó el ministro de Salud, Marcelo Queiroga, días atrás luego de reunirse con representantes de la Organización Mundial de la Salud, pero los científicos uruguayos advirtieron que los requerimientos de calidad para fabricar los fármacos difieren mucho de un sector a otro.
En enero, El Observador, publicó una nota en la que científicos especializados en vacunas explicaban las limitaciones que tienen, debido a un cambio de paradigma en la producción de vacunas.
A continuación la nota publicada el 16 de enero de 2021: En la primera etapa de la pandemia Uruguay mostró su independencia científica y tecnológica: desarrollamos nuestro propio test para detectar el coronavirus y fuimos capaces de analizar a miles de personas al día sin depender de otros países.
Nuestra autonomía fue celebrada por el gobierno y la academia.
Sin embargo, en esta nueva etapa de la epidemia, cuando las cifras de muertos y enfermos graves suben y las ilusiones colectivas están puestas en las vacunas, estamos padeciendo nuestra dependencia.
Para obtener una vacuna, no tenemos otra alternativa que conseguir que alguien nos la venda, si quiere y si puede. Tomaremos el precio y los plazos que nos fijen. No tenemos nuestra propia vacuna, no vamos a crear una, ni siquiera podremos fabricar una de las que otros desarrollaron.
“¿Qué trata de hacer Uruguay? ¡Colarse entre los grandes!”, dijo el presidente Luis Lacalle Pou en una frase que sintetiza a la perfección nuestra absoluta indefensión en este territorio.
No siempre fue así. Miles de uruguayos que hoy tienen más de 35 años recibieron y crecieron sanos gracias a vacunas fabricadas en Uruguay por manos uruguayas.
Vacunas como la triple bacteriana –que inmuniza contra tétanos, difteria y pertusis– eran producidas en el que hoy es el Departamento de Desarrollo Biotecnológico del Instituto de Higiene de la Facultad de Medicina de la Universidad de la República. Allí también se hacían los sueros antiofídico y antitetánico. Por eso esta dependencia antes se llamaba “División Producción”.
Las vacunas uruguayas comenzaron a dejar de fabricarse a fines de la década de los ‘80. Por aquel entonces hubo un cambio de paradigma en la producción de vacunas. Los tradicionales controles de calidad que se hacían una vez fabricados los inyectables, comenzaron a ser sustituidos en todo el mundo por las llamadas “buenas prácticas de manufactura”.
“Antes fabricabas un producto y al final evaluabas la calidad, se veía si era bueno o no. Eso era muy fácil de hacer en los farmacéuticos sintéticos, pero en los productos biológicos era mucho más difícil de asegurar, porque la composición podía cambiar ligeramente de un producto a otro”, explica Alejandro Chabalgoity, inmunólogo, experto en vacunas y director del Departamento de Desarrollo Biotecnológico del Instituto de Higiene.
A partir de ese momento los controles de calidad comenzaron a ser sustituidos por “las buenas prácticas de manufactura”, un proceso de aseguramiento de la calidad a lo largo de todo el proceso de fabricación.
“Eso quiere decir que hoy las vacunas tienen que ser fabricadas con un proceso que sea fácilmente trazable, que se lo pueda seguir en todo momento”, continúa Chabalgoity. “Todos los pasos del proceso de elaboración de la vacuna están definidos y controlados, y al final ya ni hay que controlar la calidad, porque ella ya está asegurada por cómo se hizo cada uno de los pasos previos”.
Las buenas prácticas de manufactura significan que las cosas se fabrican de tal modo que se torna cien por ciento seguro que uno obtendrá exactamente lo que quería obtener.
El asunto es que este modo de producir requiere de instalaciones especiales donde todo está controlado, desde la calidad de todas las materias primas hasta el modo de circular de la gente por el lugar. Todo se rige por protocolos preestablecidos y sometidos previamente a un proceso de validación.
Cuando se pasó de los tradicionales controles de calidad de fines de la década del 80 a este nuevo modo de producir, Uruguay debió decidir si invertía en una planta que le permitiera fabricar vacunas de acuerdo a estos nuevos estándares. Y la decisión fue no.
Otros países de la región siguieron el mismo camino.
“Buena parte de nuestros países no estuvieron dispuestos a hacer esa inversión y fueron abandonando la producción de vacunas. Al mismo tiempo, entraron al mercado las multinacionales, que podían fabricar cantidades más grandes y a precios más bajos”, relata Chagalgoity. “Uruguay decidió que no se justificaba fabricar vacunas acá, porque los números.
La “División Producción” del Instituto de Higiene continuó fabricando los sueros antiofídicos durante unos años más, pero luego también se discontinuó esa elaboración y hoy se importan de Argentina y Brasil (aunque el veneno de los ofidios locales no es exactamente igual al de los países vecinos). La vacuna BCG –más sencilla de lograr– se siguió fabricando en Uruguay hasta 2004 en el Laboratorio Calmette, pero luego también se abandonó su producción y hoy se importa.
Por no invertir y bajar algunos costos resignamos nuestra independencia en un área vital de la salud pública. La pandemia ha dejado en evidencia el costo que tiene pasar a depender cien por ciento de otros, y los riesgos que representa.
“Es una macana”
Para fabricar vacunas se necesitan dos cosas. En primer lugar, científicos que tengan la capacidad de entender y manejar las tecnologías que se usan hoy en el mundo. Eso Uruguay lo tiene. Lo segundo que se necesita, es una instalación adecuada. “Con los científicos que tenemos podríamos incorporar la tecnología de adenovirius o la de RNA si la licenciamos”, sostiene Chabalgoity. “Pero el punto crítico es que tenemos que tener una planta”.
O sea: tenemos la gente y el conocimiento. Pero carecemos de una infraestructura apta para aprovecharlo.
Chabalgoity no se resigna. Lleva años planteándole a los gobernantes y funcionarios la necesidad de recrear la infraestructura perdida y retomar la producción nacional. “Nosotros podríamos fabricar las vacunas y los sueros que necesitamos y se lo he dicho a las autoridades, pero necesitamos una planta de buenas prácticas de manufactura: hay que hacer una inversión”.
En su momento, cuando la aftosa, el científico lo habló con el presidente Jorge Batlle, pero la planta nunca se hizo. “Yo vengo planteando desde hace años que Uruguay necesitaría tener –por su escala- una planta estratégica, hecha con toda la tecnología de las buenas prácticas de manufactura, pero que sea versátil, que la podamos usar para fabricar una cosa u otra con las adaptaciones que haya que hacer. Como somos pocos, con una planta razonablemente chica podríamos cubrir nuestras necesidades y tener cómo responder ante las emergencias. Hoy con una planta de ese tipo podríamos estar fabricando el suero para la picadura de serpientes y, en el caso del covid, podríamos haber hecho un acuerdo con AstraZeneca, o con China o con quién sea, para traer acá la tecnología de esa vacuna y fabricarla nosotros”.
Lamentablemente, para esta pandemia el tren ya lo perdimos. Habría que construir una planta, luego completar todo un proceso de validación y de certificación ante organismos internacionales, todo un desarrollo que llevaría un par de años por lo menos.
“Hay que tener todo pronto de antemano. No sirve reaccionar en el momento de la urgencia, porque ahí ya no dan los tiempos”, explica el científico. “Hay que hacerlo antes. No es una inversión cara. En algún momento un ministro nos pidió que calculáramos el precio y con tres millones de dólares se hacía, una cifra ridícula en términos de país”.
Eso para tener una planta que permita fabricar vacunas desarrolladas por otro. Ya si quisiéramos desarrollar nuestras propias vacunas, los costos serían otros, quizás de unas decenas de millones de dólares. Es un tema que hay que poner sobre la mesa antes de que se presente la próxima emergencia.
“Ahora todos hablan de la ciencia, pero en los 90 y en la primera década del 2000, todos decían que invertir en ciencia era un lujo que Uruguay no se podía dar, que era un lujo para los países ricos. Nosotros tenemos que adaptar tecnología, era lo que se decía”, relata Chabalgoity.
No tuvimos la visión cuando se abandonó la producción a fines de los 80 y más recientemente tampoco: si una planta como la que promueve el director del Departamento de Desarrollo Biotecnológico se puede construir con tres millones de dólares, con lo que se gastó en el Antel Arena se pudieron haber hecho casi 40.
Brasil, por ejemplo, nunca eliminó sus capacidades y ahora se apresta a fabricar la vacuna Coronavac, desarrollada por China, en su Instituto Butantan. Argentina tiene un laboratorio que producirá la vacuna de Oxford / AstraZaneca.
“Es una macana que no tengamos una planta como la que necesitamos”, insiste Chabalgoity. “Porque con nuestra escala, que es chica, sería tan fácil… Con una planta chica podríamos estar haciendo muchísimas cosas”.
El virólogo Gonzalo Moratorio, recientemente reconocido por la revista Nature como uno de los diez científicos más influyentes del 2020, coincidió en la necesidad de que Uruguay vuelva a fabricar vacunas, por varios motivos.
“Es fundamental apostar, invertir y ser estratégicamente robustos para desarrollar vacunas a nivel nacional o regional”, dijo a El Observador. “Las vacunas son fundamentales porque evitan que nos contagiemos, pero también rompen la cadena de transmisión de un virus. Gracias a las vacunas ha desaparecido la viruela y los contagios de sarampión han bajado un 85 a 90% en el mundo”.
Para el científico, la lucha casi desesperada de los países por hacerse de la vacuna refuerza la necesidad de ser independientes en este campo: “Si miramos el panorama geopolítico mundial, vemos que la carrera por la vacuna es política, estamos presenciando que el poder de negociación y de mercado de determinados países pesa más que la OMS. Hay países que han reservado hasta tres o cuatro más dosis que el total de su población”.
El panorama se refuerza –explica el virólogo- porque las epidemias originadas en virus animales serán cada vez más frecuentes. “El cambio climático, la globalización, la superpoblación mundial nos hacen adentrarnos e interactuar con reservorios animales. Y solo conocemos el 1% de los virus que circulan en ellos”.
Uruguay tiene científicos capaces de manejar las tecnologías con las que hoy se hacen las vacunas. El propio Moratorio –que tuvo una participación decisiva para que Uruguay desarrollara su propio test para detectar la infección por coronavirus– es inventor de una patente para hacer vacunas basadas en tecnología de ARN que hoy es propiedad del Instituto Pasteur de París. Y conoce otros científicos uruguayos capaces de trabar con esa misma técnica o con las otras que se usan en este campo.
El problema está en la ausencia de la infraestructura adecuada.
“Es necesario invertir para estar preparados. Espero, anhelo y sueño con que Uruguay va a poder realizar con las vacunas lo mismo que pudo hacer con los test moleculares. Uruguay debe imponerse la necesidad de caminar este rumbo”.