Esta nota se basa en un artículo publicado en Health Affairs [1] y otro publicado en JAMA [2]. Liza Vertinsky [1] empieza su artículo hablando de las inversiones federales en la investigación biomédica, y menciona el caso de la enzalutamida, el medicamento contra el cáncer de próstata que descubrieron investigadores de la Universidad de California gracias a becas del gobierno federal. El caso de la enzalutamida (que se conoce con el nombre comercial Xtandi) está siendo muy discutido porque los defensores de los pacientes dicen que el gobierno federal debería utilizar una de las disposiciones de la Ley Bayh-Dole de 1980 para permitir que productores de genéricos fabriquen versiones más baratas.
Según Cook-Deegan et al [2] el Congreso, al aprobar la Ley Bayh-Dole, quería fortalecer la competitividad de EE UU a nivel internacional. Se pensó que ofrecer a las pequeñas empresas, organizaciones sin ánimo de lucro y universidades la oportunidad de patentar las invenciones derivadas de la investigación financiada por el gobierno federal ayudaría a estimular el desarrollo de nuevas tecnologías y productos. Posteriormente, el sector privado se responsabilizaría de comercializar estos productos, en términos razonables para beneficiar a todos los contribuyentes. Según esta ley, si estos productos se comercializan en términos desfavorables, la agencia que financió la investigación tiene el derecho a intervenir (“march-in-rights) y otorgar la licencia de la patente a un tercero para que ponga el producto a disposición de los contribuyentes en condiciones razonables.
Los activistas afirman que los Institutos Nacionales de Salud tienen el derecho a intervenir en el caso de Xtandi porque su elevado precio, US$189.900 dólares al año, lo vuelve inasequible para muchos estadounidenses que lo requieren. Además, este precio no es razonable porque es entre tres y cinco veces más alto de lo que pagan muchos otros países de renta alta.
Lo mismo sucede con la emtricitabina/tenofovir (Truvada) para la profilaxis previa a la exposición de la infección por el VIH, el gobierno federal financió los ensayos clave que demostraron la utilidad de esa combinación. Sin embargo, a principios de 2020, la aceptación del fármaco era limitada (≈10% de la población elegible), en parte por su precio (US$2.000 al mes). Si los NIH hubieran intervenido, podrían haber intentado conceder licencias de las patentes sobre el uso de emtricitabina/tenofovir a otros fabricantes en condiciones que favorecieran un amplio acceso público, incluyendo un precio más bajo [2].
A pesar de que el número de descubrimientos patentados que se desarrollaron con fondos federales es considerable, las agencias federales no han invocado nunca su derecho a intervenir; y tampoco ha habido ningún juicio que haya obligado a definir lo que se entiende por términos de comercialización razonables. No hay acuerdo en si los precios inasequibles son motivo suficiente para que el gobierno federal intervenga, aunque entre los activistas que defienden a los consumidores es un argumento que va cobrando fuerza, dados los exorbitantes precios a los que se están comercializando los medicamentos nuevos.
Los mismos senadores que escribieron la ley, Bayh (demócrata de Illinois) y Dole (republicano de Kansas) escribieron cuando ya habían dejado el Congreso y eran cabilderos de la industria que el precio no debería ser un factor que desencadenara la intervención del gobierno federal [2].
No obstante, si se confirmara que el precio es una base legítima para que el gobierno intervenga, Cook Deegan et al [2] dicen que el valor del derecho a intervenir sería limitado, por varias razones. En primer lugar, ese derecho solo se aplica a las patentes vinculadas a las ayudas públicas; y generalmente los medicamentos están protegidos por múltiples patentes sobre diversos aspectos de los medicamentos aprobados (por ejemplo segundos usos, nuevas formulaciones, nuevos métodos de fabricación), y no todas están vinculadas a la financiación federal.
En segundo lugar, demostrar que la empresa no está satisfaciendo las necesidades de salud y seguridad en términos razonables es un proceso oneroso que recae en la agencia federal. El tiempo y los recursos sustanciales que se requieren para cumplir con esta tarea podrían haber contribuido a que el NIH no respondiera a las solicitudes de utilizar su derecho a intervenir (en al menos 7 veces hasta la fecha) [2]. Cook Deegan et al [2] opinan que esta responsabilidad debería trasladarse a los que tienen las licencias exclusivas, especialmente si un medicamento escasea, los problemas de contaminación limitan el suministro o el acceso se ve obstaculizado de forma demostrable, incluso por el precio.
La ley Bayh-Dole tiene otros dos problemas:
Para Liza Vertinsky [1], el reiterado fracaso en el uso de la Ley Bayh-Dole para proteger el interés público refleja un problema mucho más amplio, y es que en EE UU las asociaciones público-privadas no protegen el interés público. Según ella, si bien las asociaciones público-privadas pueden ser esenciales para abordar los problemas de salud pública más intratables, su éxito dependerá de la capacidad de establecer un equilibrio más saludable entre los intereses públicos y privados. Desde esta perspectiva considera que el uso del “derecho a intervenir” en el caso de Xtandi podría ser un buen primer paso para alcanzar ese objetivo.
Las asociaciones público-privadas se han utilizado mucho en otros sectores, pero en el ámbito biomédico empezaron a surgir con más fuerza a principios de la década de 2000. Las asociaciones público-privadas biomédicas son acuerdos de colaboración entre uno o varios gobiernos y una o varias entidades privadas para participar en el descubrimiento y desarrollo (I+D) de nuevas tecnologías biomédicas, como nuevas terapias y vacunas. Los participantes, tanto del sector público como del privado, aportan dinero, experiencia técnica, propiedad intelectual, información y conocimientos técnicos en la búsqueda conjunta de la innovación biomédica, según las condiciones contractuales acordadas y los requisitos legales aplicables. Las contribuciones del sector público suelen consistir en financiamiento, y se concentran en las primeras fases de la I +D, mientras que el esfuerzo del sector privado tiende a concentrarse en las fases más avanzadas (los ensayos clínicos y la comercialización), aunque no siempre es así [1].
Se confía mucho en la capacidad de las asociaciones público-privadas para resolver algunos de nuestros problemas de salud. Al comienzo de la pandemia por covid-19, la Operación Warp Speed, una asociación entre una serie de agencias gubernamentales y empresas privadas diseñada para acelerar la búsqueda de vacunas y curas para covid-19, atrajo inversiones públicas que superaron los US$18.000 millones. Más recientemente, el gobierno de Biden ha propuesto la creación de una nueva agencia llamada ARPA-H para apoyar la colaboración público-privada en el desarrollo de plataformas para apoyar los avances biomédicos transformadores, avances demasiado costosos, demasiado arriesgados y demasiado complejos para ser abordados solo por el sector privado o público.
Sin embargo, aunque las asociaciones público-privadas y el ARPA-H podrían generar importantes avances en materia de salud, es importante alinear los incentivos privados, en gran medida impulsados por los beneficios económicos, con los objetivos de salud pública. Es decir, las recompensas al sector privado han de ir de la mano de los beneficios para la salud pública, algo que no siempre ha sucedido en el mercado farmacéutico, donde es frecuente que los intereses públicos queden relegados a un segundo plano, dice Vertinsky [1].
Por ejemplo, en la Operación Warp Speed, en la carrera por encontrar vacunas y terapias para el covid se otorgó gran flexibilidad en la asignación y utilización de los fondos públicos. Entre otras cosas, las agencias gubernamentales a cargo, dominadas en gran medida por el Departamento de Defensa (DoD), adoptaron prácticas de contratación federal flexibles, y evitaron muchas de las protecciones que generalmente se incluyen en los mecanismos de financiación pública, como las protecciones de la Ley Bayh-Dole. Estas decisiones se basaron en argumentos de eficiencia y para evitar el posible efecto disuasorio que podría tener para el sector privado el que el gobierno preservara el derecho a hacer valer los intereses públicos en el proceso de toma de decisiones [1]. Pero, a la vez que se minimizan los derechos del público en las innovaciones financiadas por el gobierno federal, se debilitan las barreras normativas establecidas para garantizar la seguridad y eficacia de los medicamentos y otras tecnologías sanitarias resultantes [1].
La propuesta de Ley Cures 2.0, por ejemplo, incluye disposiciones que limitarían la capacidad de agencias gubernamentales como los Centros de Servicios de Medicare y Medicaid para denegar la cobertura de medicamentos incluso cuando los beneficios para la salud no se hayan demostrado. La FDA permitiría que las empresas farmacéuticas sean más flexibles al aprobar los medicamentos. Los cambios normativos incluyen un mayor uso de las aprobaciones aceleradas y el uso de criterios de valoración indirectos que no miden la eficacia clínica de los medicamentos. Tendencias como éstas tienen el efecto combinado de disminuir la capacidad del gobierno para garantizar que los resultados de las asociaciones público-privadas sean razonablemente accesibles y asequibles, o incluso que aporten un beneficio neto para la salud de los estadounidenses [1].
Las asociaciones público-privadas funcionan bien cuando los intereses de las partes están alineados, y la colaboración está estructurada de forma que se prioricen las necesidades de la sanidad pública al tiempo que se genera una rentabilidad razonable para los colaboradores del sector privado. Aunque es difícil prever los resultados de los proyectos de I+D, este equilibrio de intereses se puede lograr permitiendo que: (1) las entidades públicas participen activamente en las decisiones que se vayan tomando a lo largo del ciclo de vida del proyecto de I+D y (2) se protejan los derechos de acceso asequible a los resultados. Esto podría incluir un mayor papel del sector público en la selección de proyectos y en las decisiones de desarrollo, negociaciones más sólidas y creativas sobre cómo manejar la propiedad intelectual y el uso de la propiedad intelectual y la información patentada co-desarrollada o cofinanciada, y/o una oportunidad razonable para negociar los términos del precio y el acceso a los medicamentos y otras tecnologías de la salud resultantes [1].
Hay varias maneras de conseguir estos derechos sin comprometer la capacidad de los actores del sector privado para beneficiarse de sus esfuerzos. Podríamos empezar a revitalizar estos derechos dando vida a los mecanismos legislativos existentes que se han diseñado para hacer precisamente eso, como el derecho a intervenir, específicamente en el caso de Xtandi [1].
El 18 de noviembre de 2021, dos pacientes que padecen cáncer de próstata volvieron a presentar una petición que habían presentado con anterioridad al Departamento de Defensa, solicitando que el Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS) ejerciera su derecho intervenir en virtud de la Ley Bayh-Dole para abordar el precio irrazonable de Xtandi. Una petición anterior al DoD, al HHS y a los NIH fue rechazada por los NIH sin audiencia, alegando que el precio de un medicamento, por elevado que sea, no es un factor que se deba considerar para determinar si un producto está “disponible para el público en condiciones razonables”. Como han argumentado repetidamente los peticionarios del derecho a intervenir sobre las patentes que cubren el Xtandi y otros medicamentos que salvan vidas, un medicamento que tiene un precio excesivo no está razonablemente disponible para el público.
Aunque las empresas farmacéuticas se han apresurado a señalar el efecto paralizador que esto podría tener sobre la innovación, no hay pruebas de que un uso medido y razonable de la disposición vaya a perjudicar realmente la innovación. De hecho, una audiencia sobre los derechos de intervención se podría utilizar para eliminar la incertidumbre, proporcionar directrices claras y predecibles que sugieran lo que podría constituir un motivo para intervenir y cómo podría ser el resultado final [1].
Conclusiones
Las asociaciones público-privadas biomédicas sólo alcanzarán su potencial como vehículos para un cambio transformador en la salud pública si se estructuran de manera que permitan un sólido equilibrio de los intereses públicos con los incentivos privados. El caso Xtandi ofrece a la administración Biden la oportunidad de dar un primer paso en la aplicación, largamente esperada, de las salvaguardias que se incluyeron en la Ley Bayh-Dole para proteger al público del uso irrazonable de las invenciones financiadas con fondos federales [1].
En términos más generales, este caso puede ayudar a entender cómo se pueden utilizar estas salvaguardias para abordar la necesidad de asegurar el acceso público, a precios razonales, a los medicamentos desarrollados con fondos públicos sin perjudicar la capacidad de las empresas para obtener un beneficio razonable por sus inversiones en I+D [1].
Por otra parte, la Ley Bayh-Dole se debería actualizar para promover la innovación y el acceso asequible a los productos desarrollados con financiación federal. Simplificar el proceso para invocar el derecho a intervenir, por ejemplo, haciendo recaer la carga de la prueba en los licenciatarios exclusivos para demostrar que se satisfacen las necesidades de salud y seguridad, facilitar la experimentación y la mejora de los sistemas, y aumentar la transparencia, podrían ayudar a alcanzar estos objetivos [2].
Fuentes originales