Esta reseña del libro apareció, por primera vez, en la edición de invierno del Washington Monthly [1].
La gran obsesión de la medicina estadounidense es la industria farmacéutica. No importa cuántos arpones le lancen los activistas, políticos progresistas, periodistas y académicos, no solo sobrevive, sino que se engrandece a partir de los pacientes y de los contribuyentes, que son los que alimentan el sistema de atención médica de EE UU. Los controles de precios de los medicamentos que aparecen en la Ley de Reducción de la Inflación (LRI o Inflation Reduction Act –IRA) que se acaba de promulgar se han presentado como la primera derrota del lobby de la industria farmacéutica en Washington, y ofrecen el último ejemplo de cómo la industria logra dejar atrás a quienes la persiguen.
Si bien finalmente la nueva ley otorga el poder de negociar los precios de los medicamentos para las personas mayores (que constituyen solo un tercio del gasto en medicamentos del país) al gobierno federal, el intenso cabildeo de la industria limitó su alcance a 10 medicamentos a partir de 2026, aumentando a solo 20 medicamentos en 2029.
La ley no se aplica a los medicamentos adquiridos por el sector privado, que cubre a más de la mitad de la población. No incluye nada que controle los precios de lanzamiento de los nuevos medicamentos, que aumentaron de US$1.376 en 2008, a US$159.042 en 2021. (¡El precio medio de los medicamentos lanzados al mercado en 2022 alcanzó la asombrosa cifra de US$257.000 por año!), Y la otra disposición, que es difícil de hacer cumplir, permite que el gobierno recupere los aumentos de precios por encima de la tasa de inflación, y no hay duda de que durante el proceso de elaboración de normas estará sujeta a una fuerte oposición de la industria y eventualmente acabará en los tribunales.
La postura pública de la industria durante el debate que condujo a la aprobación de la LRI, cambió poco con respecto a la forma en que siempre ha justificado los altos precios de los medicamentos. Su argumento, reducido a su esencia, es una forma de chantaje dirigido a los pacientes con enfermedades crónicas e incurables. PhRMA, el grupo de cabildeo de la industria dice repetidamente que sin precios altos la inversión de la industria en investigación y desarrollo disminuirá y la innovación médica se marchitará.
Es el mismo argumento que sostuvo la industria a fines de la década de 1950, cuando el senador Estes Kefauver celebró audiencias sobre el cartel de los antibióticos; a principios de la década de 1990, cuando los primeros medicamentos biotecnológicos salieron al mercado a precios exorbitantes; a mediados de la década de 1990, cuando los activistas contra el SIDA protestaron por el alto precio de los nuevos medicamentos que convertían su sentencia de muerte en una enfermedad manejable, y a principios de la década de 2000, cuando el presidente George W. Bush, ansioso por eliminar cualquier obstáculo potencial para su reelección, impulsó la cobertura de medicamentos de venta con receta a través del programa Medicare, sin restringir el poder de fijación de precios de la industria.
Pero, en la última década, si bien la postura pública de la industria no ha cambiado, su argumento tras bambalinas ha cambiado sutilmente. Sin abandonar su falsa afirmación de ser la fuente de innovación, sus principales ejecutivos y los que facilitan su trabajo desde los centros de pensamiento, la academia y los grupos de defensa de los pacientes (en su mayoría financiados por la industria), han agregado la afirmación de que los altos precios que tienen los últimos medicamentos aprobados por la FDA se justifican por el valor que aportan a los pacientes y a la economía.
La nueva estafa del valor
Para respaldar esa afirmación, la industria aplica un análisis de costo-beneficio a los productos farmacéuticos. Utilizando la información sobre los resultados que obtuvieron los participantes en los ensayos clínicos que se presenta la FDA para que otorgue el permiso de comercialización al nuevo medicamento, los economistas de la industria miden la cantidad de años de vida ajustados por la calidad (AVAC) que se obtienen gracias al uso del medicamento, calculan el valor presente neto de todos los beneficios económicos acumulados al evitar el deterioro de la enfermedad, y fijan un precio que está ligeramente por debajo de ese total. Listo. Precio justificado.
El Dr. Victor Roy, becario postdoctoral de la Universidad de Yale, en su nuevo libro, Capitalizing a Cure, destruye este argumento y la afirmación que hace la industria de que dado su papel central en el proceso de innovación pueden captar la mayor parte de ese valor. La tesis doctoral de Roy, que se graduó de la Universidad de Cambridge, profundiza en el desarrollo y la comercialización de Sovaldi de Gilead Sciences, el fármaco contra la hepatitis C cuyo precio de US$84.000 por tratamiento de 12 semanas conmocionó a los pacientes, los contribuyentes, la prensa y el público después de que fuera aprobado por la FDA, a finales de 2013.
Roy muestra de manera convincente, a través de este ejemplo, cómo el capital de riesgo, Wall Street y los principales ejecutivos de la industria han convertido a las pequeñas empresas de biotecnología y a las grandes corporaciones farmacéuticas en vehículos para extraer riqueza del sistema de atención médica, incluso, cuando estas empresas, aparentemente, son promotoras de la salud y niegan el acceso a millones de personas necesitadas en el país y en el extranjero, y socavan el bienestar financiero de los pacientes y contribuyentes.
Roy comienza su historia con un cuento familiar: cómo los investigadores académicos financiados por el gobierno fueron, en gran parte, responsables del desarrollo del fármaco sofosbuvir, que Gilead más tarde denominó Sovaldi. (Digo familiar porque publiqué un libro sobre este tema, en 2004, que cubría la innovación médica en el último cuarto del siglo XX y al que Roy generosamente, da crédito). Esta trayectoria de desarrollo: del gobierno a la industria es, si cabe, aún más central al proceso actual de desarrollo de fármacos que hace dos décadas. La investigación financiada por el gobierno está detrás del desarrollo de las vacunas para el covid-19; las últimas terapias contra el cáncer como CAR-T y los nuevos medicamentos para el tratamiento de muchas enfermedades raras.
Roy también les recuerda a los lectores que, en los albores de la era neoliberal, hubo una política deliberada del gobierno que consistía en entregar los frutos de su investigación a la industria privada sin imponer condiciones. La Ley Bayh-Dole de 1980 permitió a los Institutos Nacionales de Salud y a las universidades que albergan a científicos financiados por el gobierno patentar y transferir (a cambio de regalías, por supuesto) sus descubrimientos científicos, herramientas de investigación y posibles fármacos a las empresas privadas. La Ley de Desarrollo de Innovación de Pequeñas Empresas (Small Business Innovation Development Act), de 1982, aceleró el proceso al otorgar becas de investigación para que pequeñas empresas innovaran, que se destinaron, principalmente, a nuevas empresas de biotecnología para desarrollar estas nuevas herramientas y medicamentos.
Las nuevas leyes no se limitaron a la biomedicina. Pero, las encuestas a los gerentes de tecnología de las universidades muestran que cuatro de cada cinco patentes transferidas y de las becas para las pequeñas empresas son de tecnologías médicas. Eso no es sorprendente, dado que el presupuesto de los NIH (US$45.000 millones en 2022) equivale, constantemente, a unas cinco veces el presupuesto de la Fundación Nacional de Ciencias, que financia a todas las otras ciencias.
Llega la cura milagrosa
La hepatitis C se debe a un patógeno transmitido por vía sanguínea que causa la enfermedad hepática. Afecta principalmente, a usuarios o exusuarios de drogas intravenosas y a personas con riesgo de contraer enfermedades de transmisión sexual. A mediados de la década de 1990, se convirtió en uno de los objetivos principales de los investigadores académicos que habían estado involucrados en la búsqueda de una cura para el SIDA, porque la composición genética de los dos virus es similar.
Estos investigadores incluyeron a Ray Schinazi de la Universidad de Emory, quien en 1996 estableció una empresa de biotecnología llamada Triangle Pharmaceuticals para desarrollar un medicamento contra el SIDA descubierto en el laboratorio de su universidad, llamado emtricitabina. En 2004, los ensayos clínicos con emtricitabina mostraban que era muy prometedor, y Schinazi y sus socios vendieron Triangle Pharmaceuticals a Gilead Sciences por US$464 millones, sentando las bases para que esa empresa se convirtiera en el proveedor líder de antivirales contra el SIDA. Schinazi obtuvo un tercio de los US$200 millones otorgados a los desarrolladores de emtricitabina, a través de la venta de las acciones de su empresa emergente.
Schinazi usó ese capital para lanzar otra empresa, Pharmasset, para desarrollar medicamentos para otras enfermedades virales, incluyendo un medicamento para tratar la hepatitis C, que también se había desarrollado con subvenciones del gobierno. Como señala Roy, el nombre de la empresa reflejaba su estrategia comercial. La idea era desarrollar activos financieros intangibles (patentes de candidatos a fármacos prometedores) que luego podrían venderse a la Industria Farmacéutica. Menos de una década después, Schinazi volvió a destacarse con la venta de Pharmasset a Gilead por US$11.000 millones, de los cuales se estima que obtuvo unos US$440 millones.
¿Cómo podría venderse por esa asombrosa suma una pequeña empresa de biotecnología que tenía solo un fármaco prometedor para la hepatitis C, una enfermedad que infectó solo a 4 millones de estadounidenses y 15 millones de personas en todo el mundo, de las cuales solo entre el 30 y el 40% desarrollaría una enfermedad hepática? El único tratamiento existente, el interferón, costaba más de US$30.000 por tratamiento. Solo ayudaba a, aproximadamente, la mitad de los pacientes y tenía efectos secundarios graves. En los primeros ensayos de eficacia de Pharmasset, el sofosbuvir demostró que podía eliminar el virus en más del 90% de los pacientes. Era casi una apuesta segura para la Gran Industria Farmacéutica que lo compró y, dada su mayor eficacia y sus efectos secundarios marcadamente reducidos, el sofosbuvir se podría vender al doble del precio del interferón.
El precio final del fármaco no tuvo nada que ver con el costo de su desarrollo (Roy estima que el gobierno, Pharmasset y Gilead gastaron menos de US$1.000 millones durante la década que llevó desarrollar el fármaco); los riesgos que asumió Gilead, el valor que el medicamento aportó a los pacientes y la economía en general. Roy escribe: los líderes sénior de Gilead consideraron que su empresa era especialista en adquisiciones de productos en la última etapa de desarrollo, compraban los compuestos en las etapas finales de desarrollo y, por lo tanto, tomaban el control de posibles flujos de ganancias futuras justo cuando los compuestos se acercaban, y luego obtenían los permisos regulatorios… La estrategia de Gilead, para entonces, se había convertido en algo frecuente para toda la industria.
Las raíces del racionamiento
Aunque desde una perspectiva científica y regulatoria, sofosbuvir era un medicamento ganador, la apuesta de Gilead valió la pena. Los compradores de medicamentos desembolsaron más de US$46.000 millones durante los primeros tres años que los productos a base de sofosbuvir estuvieron en el mercado, cuatro veces el precio de compra de Pharmasset y 50 veces la cantidad invertida en I + D, por todas las partes. “El poder de Gilead para proyectar este futuro se basó en dos fuentes: su anticipación de adquirir la propiedad intelectual de Pharmasset y obtener el monopolio sobre los precios, y su confianza en que los sistemas de salud podrían verse obligados a pagar más por un medicamento mejor”, escribe Roy.
Solo después de que Gilead fijara su precio recurrió al nuevo argumento de que reflejaba un buen valor para los pagadores y los pacientes. Para eso, la compañía se apoyó en importantes economistas de la salud, a quienes financió mientras estaban en el mundo académico. En cuanto a los ahorros derivados de la reducción de los trasplantes de hígado y las hospitalizaciones, un estudio financiado por Gilead y publicado en Health Affairs estimó que administrar tratamientos basados en sofosbuvir para la hepatitis C podría generar entre US$610.000 millones y US$1,2 billones para la economía de EE UU y US$139.000 millones en ahorros en costos de atención médica, aunque las personas con una enfermedad hepática avanzada por hepatitis C rara vez reciben trasplantes de hígado. Amitabh Chandra, de la Escuela de Gobierno Kennedy de Harvard, desarrolló un argumento similar en la revista Harvard Business Review, donde también reveló haber recibido financiación de Gilead.
Incluso, mientras estos académicos defendían el precio extraordinariamente alto de Gilead, la compañía utilizaba la mayor parte de sus ganancias inesperadas para recomprar acciones, recompensar generosamente a sus altos ejecutivos y renovar su búsqueda de nuevos fármacos en Wall Street. Mientras tanto, las agencias federales como la Administración de Veteranos, Medicaid y las prisiones de la nación tuvieron que racionar el acceso al medicamento. La renuncia a prestar la atención necesaria “cayó desproporcionadamente en aquellas poblaciones con mayor riesgo de empeoramiento de la hepatitis C, así como de transmisión de la infección: pacientes de bajos ingresos y aquellos con antecedentes de uso de drogas inyectables”, escribe Roy. ¿Hay alguna evidencia que sugiera que la llegada de Sovaldi generó un valor significativo desde la perspectiva de la atención médica?
Después de todo, es un medicamento milagroso. Elimina la infección en casi todos los pacientes con solo un tratamiento de tres meses. Sin embargo, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, todavía hay entre 2,7 millones y 3,9 millones de personas en EE UU que viven con hepatitis C, solo un poco menos que hace una década. ¿Por qué? Hay más de 100.000 nuevas infecciones cada año, en parte, porque el acceso está limitado por el alto precio del medicamento. Además, según el United Network for Organ Sharing hubo 9.236 trasplantes de hígado en 2021, el número más alto hasta la fecha. El total ha aumentado cada año desde que la FDA aprobó el sofosbuvir.
En otras palabras, al permitir que la investigación financiada con fondos públicos se convierta en un activo financiero privado; al permitir que los capitalistas de riesgo y Wall Street aumenten el precio de ese activo; al permitir que una corporación privada establezca un precio máximo para ese activo y al ver que los economistas contratados justifican ese precio utilizando métricas cuestionables sobre su valor, el sistema de atención médica de EE UU ha creado el máximo círculo no virtuoso. La fijación de precios por valor, como la definió Wall Street, hizo que el racionamiento fuera inevitable y convirtió un avance significativo de la ciencia médica en un revés tanto para la salud pública como para la sostenibilidad fiscal.
El libro de Roy concluye, como deben hacerlo todos los cuentos de aspirantes a arponeros, con una visión alternativa para desarrollar medicamentos innovadores. En primer lugar, los reformadores deben romper el ciclo que permite a los científicos académicos y sus patrocinadores -capitalistas de riesgo- convertir el conocimiento acumulado con patrocinio público en activos monetizables a través del sistema de patentes. Una vez que el control de patentes se entrega a las nuevas empresas de biotecnología y a las grandes compañías farmacéuticas que operan como especialistas en adquisiciones, el resultado inevitable es un sistema que maximiza los beneficios para los capitalistas de riesgo, los accionistas y ejecutivos de las grandes empresas, incluso cuando se ignoran las necesidades de la mayoría de los pacientes, de los contribuyentes y de la salud pública.
También degrada el proceso científico al enfatizar el desarrollo de medicamentos con el mayor potencial de ingresos, como lo señala Roy, “reduce el interés de las empresas por realizar las inversiones a largo plazo y de riesgo que se necesitan para descubrir medicamentos innovadores”. En cambio, demasiadas empresas invierten su dinero en investigación y desarrollo de medicamentos “me too”, similares a los productos que ya están en el mercado. E, incluso, cuando aparece un fármaco innovador como el sofosbuvir, el sistema de patentes, tal como funciona actualmente, incentiva a las empresas a posponer el desarrollo de mejoras hasta que caduquen las patentes existentes, lo que a su vez conduce a precios altos, racionamiento y juegos de patentes que maximizan el flujo de ingresos durante la vida de la patente del medicamento.
En cambio, Roy resucita una visión para el desarrollo de tecnologías innovadoras que fue articulada por primera vez por el senador de la era del New Deal, Harley Kilgore, de West Virginia. En contraste con el asesor científico de FDR, Vannevar Bush, quien pensaba que el gobierno debería ceñirse a la ciencia básica, Kilgore pidió financiamiento público para todo el proceso de desarrollo, y un sistema de patentes que protegiera las invenciones financiadas por el gobierno de la especulación del sector privado. Roy aboga por la creación de un Instituto de Innovación en Salud financiado con fondos públicos que se responsabilice del desarrollo de inventos financiados por el gobierno, desde el perfeccionamiento de las moléculas hasta la financiación de los ensayos clínicos finales. El objetivo sería fijarles un precio más cercano a sus costos de fabricación para que el acceso y la asequibilidad ya no fueran problemas.
La idea no es exclusiva suya, ni es descabellada. De hecho, hay muchos ejemplos en los que el gobierno ha realizado casi todas las tareas involucradas en el desarrollo de un fármaco. Estas van desde el desarrollo del proceso para la producción masiva de penicilina, durante la Segunda Guerra Mundial, a la ejecución de ensayos para los primeros medicamentos contra el SIDA, y hasta a hacer todo, de principio a fin, para los primeros tratamientos de reemplazo hormonal para enfermedades raras causadas por mutaciones genéticas. Desde el lanzamiento de la guerra contra el cáncer, en la década de 1970, el gobierno ha financiado una extensa red académica para realizar ensayos clínicos oncológicos. Queda por ver si la recién creada Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada para la Salud (Advanced Research Projects Agency for Health) del presidente Joe Biden, en los NIH, incluirá el desarrollo de tecnología como parte de su misión.
El problema no es la capacidad, es la voluntad política. Lo único bueno que se puede decir sobre la financiación del desarrollo de fármacos es que proporciona un gran incentivo para que los inversores privados inviertan durante muchos años en nuevas empresas de biotecnología. La I + D de nuevos medicamentos lleva mucho tiempo y, en la mayoría de los casos, no da resultado. Para protegerse contra el fracaso, los capitalistas de riesgo adoptan una estrategia basada en la cartera de proyectos. El pago gigantesco por uno medicamento exitoso de cada 10 no solo paga por los fracasos sino que proporciona un beneficio más que generoso para los inversores.
Una alternativa de opción pública administrada por el gobierno tendría que adoptar un enfoque similar a largo plazo, sin la promesa de grandes beneficios que no sean mejoras a la salud pública y medicamentos más baratos. Eso requiere financiación permanente (quizás un recargo en todos los gastos en medicamentos, algo así como el impuesto a la gasolina que financia la construcción de carreteras) y el aislamiento de la manipulación política.
Tampoco aborda el problema heredado de que el público ya paga demasiado por muchos medicamentos. Aquí, creo que Roy es demasiado desdeñoso con los controles de precios que se han incluido en la LRI. Esa iniciativa permitirá aprovechar otras oportunidades de mayor trascendencia. El capital político necesario para crear una agencia de desarrollo de medicamentos eficaz es incluso mayor que el que se necesitaría para ampliar la autoridad del gobierno para negociar los precios de los medicamentos y eliminar el juego de patentes, dos reformas que proporcionarían un contraataque más inmediato al problema de los precios de los medicamentos que son demasiado altos.
Referencias