En el Norte Global, los problemas de salud mental han dejado de ser secretos familiares celosamente guardados y se han convertido en un tema de conversación socialmente aceptable. Tal vez el problema de salud mental más discutido es la depresión, que la Organización Mundial de la Salud ahora clasifica como la causa número uno de carga de discapacidad en todo el mundo.
Michael P. Hengartner, en su nuevo libro Evidence-biased Antidepressant Prescription: Overmedicalisation, Flawed Research, and Conflicts of Interest (Receta antidepresiva sesgada por la evidencia: sobremedicalización, investigación defectuosa y conflictos de interés), nos recuerda que “hasta la década de 1970, la depresión se consideraba un trastorno grave pero poco frecuente… Los expertos en depresión de la época enfatizaron constantemente que la mayoría las personas con depresión se recuperarían espontáneamente y se mantendrían bien”.
El cambio a la sabiduría convencional actual (que la depresión es una afección médica muy prevalente que requiere una respuesta farmacéutica) solo se produjo en la década de 1980, impulsada deliberadamente por las compañías farmacéuticas con la esperanza de aumentar el mercado de medicamentos antidepresivos.
Hengartner argumenta enérgicamente que estos medicamentos ahora se recetan en exceso y probablemente causen más daño que bien a la mayoría de los pacientes. Para presentar su caso, hace un recorrido amplio, discutiendo cómo se define, investiga y trata la depresión.
Sostiene que el umbral actual para diagnosticar la depresión es demasiado bajo y se basa en criterios vagos, provocando que los epidemiólogos sobreestimen su prevalencia y que los médicos mediquen innecesariamente a personas sanas. Haciéndose eco del libro clásico Saving Normal de Allen Frances, escribe que “muchas condiciones diagnosticadas como depresión mayor no son ni un trastorno mayor ni mental”, sino más bien “respuestas normales (adaptativas) a problemas de la vida cotidiana” que no requieren tratamiento médico.
En referencia a la investigación, la principal queja de Hengartner es que el modelo dominante de depresión asume que se trata de un “desequilibrio químico y deficiencia de serotonina” favorecido por la industria, y afirma que es un modelo que no está respaldado por evidencia, ha arrojado muy poca información sobre la neurobiología de la depresión y no ha ayudado a progresar en la salud mental. Además, señala sesgos generalizados y sistemáticos en el diseño de ensayos clínicos de medicamentos antidepresivos, incluyendo muestras no representativas, períodos de observación muy cortos, apertura frecuente del ciego, medicación concomitante con medicamentos hipnóticos sedantes, así como sesgo en la comunicación de resultados. En opinión de Hengartner, décadas de ensayos con antidepresivos “todavía no han respondido de manera concluyente… qué tan bien funcionan los antidepresivos” y si sus efectos son clínicamente relevantes.
Mientras tanto, los profesionales como él que cuestionan la sabiduría convencional sobre estos medicamentos o resaltan sus daños son rutinariamente marginados o desacreditados, se queja Hengartner. “Estos ataques de descrédito ciertamente evitan que algunos investigadores aborden preguntas críticas de investigación y hagan preguntas inconvenientes… Deliberadamente o no, tales ataques silencian las voces disidentes y resultan en censura científica”. Como resultado, existe una conciencia limitada entre los médicos y los pacientes sobre los efectos secundarios nocivos, a veces graves y posiblemente de por vida, de los antidepresivos.
Como primer paso para arreglar el sistema, Hengartner propone reducir la definición de depresión. Además, en lugar de buscar de inmediato el talonario de recetas, en la mayoría de los casos los proveedores de atención primaria deben orientar a los pacientes hacia vías de tratamiento no farmacológicas, o simplemente adoptar una postura de espera vigilante. Para pacientes con depresión severa, los medicamentos solo se deben recetar después de una discusión cuidadosa de sus posibles efectos secundarios, incluyendo el riesgo de dependencia. Finalmente, los futuros ensayos clínicos se deben financiar con fondos públicos y centrarse en medidas de impacto sobre la calidad de vida en lugar de solo en los síntomas de depresión centrales, y complementarse con “ensayos pragmáticos de eficacia en el mundo real con muestras representativas y seguimiento a largo plazo” de al menos seis meses.
Este libro está bien escrito, bien investigado y exhaustivamente referenciado. Además, aunque el autor es implacable en su crítica del statu quo, se aleja deliberadamente del extremismo y se esfuerza en enfatizar que “una condena general de los antidepresivos es inapropiada y no es lo mejor para los pacientes, ya que algunos adultos con depresión clínica pueden beneficiarse de los antidepresivos”.
Hengartner tiene un éxito magnífico en su objetivo de presentar un fuerte argumento de que los antidepresivos se prescriben en exceso. Sin embargo, al estar firmemente ubicado dentro de uno de los dos campos hostiles, a veces parece sucumbir a la tentación de montar muñecos de paja para derribarlos, y no siempre da a los argumentos y pruebas contrarios el espacio y la consideración que merecen.
Como profano que no está familiarizado con la literatura más amplia, sería cauteloso al tratar este libro como la última palabra sobre un tema complejo, pero puedo recomendarlo como una buena introducción, bien investigada y de fácil lectura a este importante debate.