La pandemia Covid-19 ha evidenciado que un sistema de investigación y desarrollo (I+D) farmacéutico que depende de las empresas privadas y de las patentes, en detrimento de la colaboración y de la asequibilidad, no responde a las necesidades de salud, y mucho menos en un contexto de pandemia. Alexander Zaitchik [1] explica las razones por las que el modelo actual de I+D no es capaz de responder a las emergencias de salud pública. Tras recordar las estrategias de I+D que el gobierno estadounidense ha promovido desde principios del siglo XX hasta la actualidad, sitúa el declive de la capacidad de innovación a la defensa de la privatización y de la propiedad intelectual. Propone devolver el desarrollo de los medicamentos esenciales para manejar los problemas de salud de la población al espacio público y relega a la industria privada a que desarrolle los productos que pueden mejorar el estilo de vida sin ser esenciales. Este artículo está bien documentado y es rico en ejemplos; lo resumimos a continuación.
La industria farmacéutica y la pandemia
La pandemia Covid 19 se encontró con un sistema de salud desprotegido, carente de los insumos básicos, desde mascarillas, pasando por los respiradores, medicamentos y vacunas. Algunos políticos e incluso la Casa Blanca se preguntaron cómo podían estar dependiendo tanto de las importaciones y del sector privado. Algunos recordaron que el gobierno había sido capaz de producir muchos de los insumos que ahora necesitaban, y lo había hecho de forma rápida, eficiente y barata; y lo más importante, sin tener que preocuparse de las consecuencias para los inversionistas.
Antes de la pandemia, ya se hablaba de que el sistema de patentes genera barreras a la innovación, y de que el gobierno debía tener un papel más protagónico en la investigación y desarrollo (I+D) de los productos farmacéuticos. Sin embargo, la pandemia, que ha afectado a por igual a ricos y pobres, ha expuesto todavía más las limitaciones inherentes al dominio del sector privado:
La industria ha estado abusando de las patentes e imponiendo precios estrafalarios, lo que ha provocado la reacción de los defensores de los pacientes y de algunos gobiernos. Su reputación se ha visto dañada, y las presiones que ha recibido durante los últimos meses la han obligado a hacer pequeñas concesiones. Por ejemplo, Gilead solicitó la designación de medicamento huérfano para remdesivir, un posible tratamiento contra Covid 19, y tras la denuncia pública de Public Citizen y otros grupos de defensa de los consumidores, renunció a la misma. Roche también se vio obligada a compartir la fórmula para producir una prueba para Covid 19 con el gobierno irlandés. Cuando el gobierno de Israel anunció que importaría versiones genéricas del antirretroviral de Abbie, que estaba protegido por patente hasta el 2024, la farmacéutica decidió autorizar las compras; y otros países incluyendo, Alemania, Israel, Costa Rica, Canadá y Ecuador están haciendo las reformas legislativas necesarias para emitir licencias obligatorias de los productos Covid 19, cuando estos estén disponibles.
Sin embargo, la emisión de licencias obligatorias, a la larga no soluciona el problema. Al contrario, según Zaitchik podría estar validando el sistema de patentes, que no se modifica, y una vez superada la pandemia seguirá perpetuándose y castigando desproporcionadamente a los países más pobres.
Durante los últimos 40 años diversas voces han anunciado la posibilidad de una pandemia, mientras se acumulaba evidencia de que el modelo de I+D vigente no es el adecuado para responder a ella. El brote de gripe aviar H5N1 de 1995, con un 60% de mortalidad, no logró captar el interés de una industria, que está focalizada en desarrollar medicamentos de grandes ventas.
Un ejemplo claro de como la falta de transparencia beneficia a la industria y perjudica al sector público ocurrió en 2005, cuando la amenaza de un brote de gripe aviar hizo que los gobiernos, confiando en los resultados exagerados y fraudulentos de un ensayo clínico patrocinado por su productor, utilizaran sus fondos de emergencia para acumular Tamiflu. Las ventas de Tamiflu han alcanzado US18.000 millones y aunque Roche ha tenido que enfrentar varios juicios, los beneficios por las ventas han superado con creces los montos de las sanciones.
Las manipulaciones financieras de la industria causan muertes innecesarias. Académicos canadienses desarrollaron la vacuna del Ébola, pero en 2010, el gobierno canadiense vendió su licencia a una empresa de biotecnología de Iowa, BioProtection Systems (BPS). BPS paró la investigación sin avisar al gobierno de Canadá, en realidad nunca había tenido la intención de desarrollar la vacuna, su único interés era acumular valor para que otra compañía tuviera interés en comprarla. Así fue, NewLink compró a BPS en 2011, y esta le cedió los derechos de la vacuna del Ébola a Merck por US$50 millones. En el proceso muchos se enriquecieron, pero ninguno residía en la República Democrática del Congo, donde sigue habiendo brotes de Ébola. Según documentos del gobierno canadiense, si no hubieran transferido los derechos de licencia al sector privado, el gobierno canadiense hubiera tenido lista la vacuna antes del brote de Ébola de 2014.
“El mito de que los gobiernos pagan por el descubrimiento de los medicamentos, y que solo el sector privado puede gestionar el proceso de desarrollo no es cierto, y si queremos tener la capacidad de enfrentar pandemias, habrá que desarrollar otros paradigmas” dijo Matthew Herder de Dalhousie University en Nova Scotia.
Peter Hotez, especialista en vacunas y decano de la Escuela Nacional de Medicina Tropical en Houston, explicó al Congreso de EE UU que, con su equipo, había estado trabajando en vacunas promisorias para el SARS (2003) y MERS (2012), pero su trabajo se interrumpió abruptamente cuando se controlaron las epidemias, y las empresas dejaron de tener interés. “Debemos reconocer que la I+D en vacunas para las infecciones emergentes y olvidadas no avanza porque no son una prioridad para la industria farmacéutica y biotecnológica” afirmó.
Por otra parte, incluso cuando se trabaja en las mejores condiciones, las patentes interfieren con el progreso. El conocimiento se queda escondido entre marañas y blindajes legales, que impiden la colaboración entre los científicos. Si para acceder a la información requerida para desarrollar una vacuna hay que descifrar el laberinto de las patentes, se pierde tiempo y se atrasa el proceso. El mismo Dr. Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas desde 1984, dijo en 2005 que había que desarrollar un nuevo modelo de I+D para compensar la falta de interés en vacunas y tratamientos para enfermedades infecciosas.
El gobierno estadounidense y las pandemias
En realidad, hasta finales del siglo XX, muchos países tenían un sector público que desarrollaba vacunas y medicamentos, algunos todavía lo tienen. EE UU también lo tuvo, y como veremos a continuación fue una experiencia exitosa. Tal vez para encontrar los nuevos paradigmas de que hablaba Fauci baste con analizar la historia reciente.
Los fantasmas de la pandemia de la gripe española de 1918, que durante la primera guerra mundial acabó con la vida del 80% de los soldados, hicieron que el presidente Franklin D. Roosevelt impulsara, cuando durante su segundo mandato intuía que se avecinaba una guerra, el desarrollo de una estrategia para proteger a los soldados frente a cualquier brote epidémico que pudiera surgir. Así es como en 1941 se estableció la Oficina de Investigación y Desarrollo Científico (OSRD). Esta oficina supervisaba proyectos de investigación que hacían decenas de agencias, que gestionaban una gran red de laboratorios, y que trabajaban en cosas tan diversas como la producción de penicilina y el desarrollo de la bomba atómica. El sistema estaba diseñado para avanzar en las ciencias básicas, y posteriormente la OSRD decidía qué programas se implementarían y si había que hacer investigación aplicada. En esa época, el gobierno escogía las mejores mentes, les daba todos los recursos que necesitaban, y no permitía que se desviaran de los objetivos establecidos. Durante esa época se generó una cultura de colaboración y servicio público que persistió durante un cuarto de siglo; y se produjeron 18 de las 28 vacunas para enfermedades prevenibles.
El papel del gobierno fue esencial durante esa época, dijo Kendall Hoyt, experta en estrategias y políticas para el desarrollo de vacunas de la facultad de medicina de la universidad Dartmouth. “Antes de la década de 1980, los programas de vacunas estaban menos limitados por las preocupaciones de propiedad intelectual y las demandas del mercado”, afirma. “Los programas, jerarquizados, dirigidos por el gobierno federal, integraron equipos multidisciplinarios en la I+D de vacunas, facilitando el intercambio de información y la transferencia de tecnología y [fomentaron] una cultura de colegialidad y confianza. El sistema de hoy es más restringido. Es más difícil consolidar y aplicar el conocimiento relevante para el desarrollo de vacunas, aunque el volumen de conocimiento es mucho mayor”.
El presidente Truman disolvió la OSRD en 1947, y tres años más tarde el Congreso repartió sus antiguas responsabilidades entre dos agencias: la Fundación Nacional de la Ciencia (National Science Foundation -NSF) responsable de la investigación básica y los Institutos Nacionales de Salud (NIH), que se encargarían de la investigación aplicada. Pero para la época de Richard Nixon (finales de la década del 60), ideólogos y burócratas de los NIH, en particular el abogado de patentes Norman Latker, iniciaron un cambio sistémico en la I+D de medicamentos: facilitaron la transferencia de la ciencia generada con fondos gubernamentales a manos privadas; y ampliaron las oportunidades y los términos de las patentes, generando incentivos para el desarrollo de medicamentos lucrativos, una lista que no incluye ni a los antibióticos ni a las vacunas.
En 1967 había docenas de empresas estadounidenses haciendo vacunas, no porque fueran lucrativas, sino porque persistía el espíritu de servicio público. Para 1979 quedaban menos de diez, y la Oficina de Evaluación Tecnológica lanzó la primera alarma al publicar un informe que concluía “la aparente reducción del compromiso, y tal vez capacidad, de la industria estadounidense para la I+D y la producción de vacunas podría estar alcanzando niveles muy preocupantes”. Al año siguiente, el Congreso, atrapado por el fervor de la privatización que se convertiría en el sello distintivo de las reformas económicas impulsadas por el presidente Reagan (Reaganomics), aprobó la Ley Bayh-Dole, impulsando los monopolios de patentes y disminuyendo el control público sobre la investigación financiada por el gobierno.
Washington no perdió el tiempo, y empezó a imponer sus políticas al resto del mundo. En los 1980s se empezaron a privatizar todas las empresas públicas de medicamentos, porque la ley de Comercio de EE UU de 1984 amenazaba con sancionar a los países que no respetaran las patentes estadounidenses – incluyendo los 20 años de patente de los descubrimientos médicos. Una década más tarde se firmó el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC), imponiendo el sistema de patentes a todos los miembros de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en detrimento de los productores de genéricos. Tras varios años de protestas, en 2001, se firmó la Declaración de Doha, permitiendo que los gobiernos emitan licencias obligatorias para responder a emergencias de salud pública. Sin embargo, EE UU toma represalias contra los gobiernos que amenazan con ejercer estos derechos.
La oficina de comercio de EE UU (USTR) ha utilizado las leyes de patentes para evitar que los países produzcan medicamentos más baratos, y ha permitido que las grandes compañías farmacéuticas manipulen los precios, en menoscabo de aquellos que los necesitan. En realidad, esta presión logró que, en 2017, una enmienda a los acuerdos de la OMC impidiera que 37 países, la mayoría de altos ingresos, importaran productos genéricos producidos bajo licencias obligatorias en otros países. Ahora hay un movimiento para intentar revertir la situación y permitir el intercambio de posibles vacunas y tratamientos Covid 19.
Mientras EE UU ha ido imponiendo su modelo en el resto del mundo, dentro de sus fronteras fueron surgiendo denuncias. Por ejemplo, en 1985, el Instituto de Medicina emitió un informe que decía “la dependencia de EE UU de los incentivos del mercado para el desarrollo de vacunas podría no producir las vacunas más innovadoras y podría debilitar la capacidad para responder a las necesidades de salud pública”. Douglas McMaster, presidente de Merck, declaró frente al Congreso y dijo que dudaba que su empresa pudiera seguir produciendo vacunas porque los márgenes de beneficio eran demasiado bajos. Un libro que publicó Hoyt em 2012 (Long Shot: Vaccines for National Defense) documenta como, al monopolizarse la ciencia, ha disminuido la innovación en vacunas.
Los cambios iniciales en las leyes de propiedad intelectual prepararon el escenario para la financiarización de la industria (un proceso caracterizado por el creciente rol de los motivos, mercados, actores e instituciones financieras en la operación de los sectores económicos), y pronto se ha convertido en un ciclo autoalimentado. Hoy, las empresas farmacéuticas son una criatura de Wall Street, donde los altos precios de los medicamentos no pretenden financiar futuras actividades de I + D, sino atraer fondos de inversión y estimular las recompras de acciones y los pagos a ejecutivos. En su estudio sobre la financiarización de la industria desde la década de 1970, los economistas Öner Tulum y William Lazonick concluyen que “el objetivo estratégico de la [compañía farmacéutica moderna] son las ganancias, no los productos, y el propósito de las ganancias es aumentar el precio de las acciones de la compañía”.
Un análisis reciente del Roosevelt Institute documenta que, en 2018, las 10 compañías farmacéuticas más grandes invirtieron el 170% de sus ingresos netos (utilizando ahorros y préstamos) pagando a sus inversionistas y ejecutivos a través de la recompra de acciones y dividendos, un 75% más que durante 2017.
El año 2000, tres años después del primer brote de gripe H5N1, el sistema nacional de inteligencia dijo que se habían doblado las muertes por enfermedades infecciosas que había habido en 1980.
El presidente George W Bush respondió creando, a través de la Ley de preparación para cualquier peligro (All-Hazards Act) de 2006, la Autoridad de Investigación y Desarrollo Avanzado Biomédico (Biomedical Advanced Research and Development Authority -BARDA) que pertenece al Departamento de Salud y Servicios Humanos (DHHS). Esto sucedía nueve años después de que el Pentágono invirtiera US$700 millones en una empresa privada para producir vacunas y tratamientos para enfermedades infecciosas emergentes, y fracasara. En ese momento tanto el presidente Bush como el presidente Obama consideraron la posibilidad de construir una planta pública para producir vacunas para el siglo XXI.
En el 2008, un grupo de expertos recomendó que el Departamento de Defensa desarrollara capacidad para producir vacunas, pero la Casa Blanca optó por solicitar una segunda opinión al centro de la universidad de Tufts que se dedica a estudiar el desarrollo de medicamentos. Este centro recibe mucho dinero de la industria y se ha convertido en un vocero de esas empresas. El informe de Tufts calificó el centro gubernamental de vacunas como la peor opción y apostó por intensificar los contratos con el sector privado, por ser “más baratos y aportar resultados de forma más oportuna”.
En diciembre de 2010, la administración Obama propuso la creación de plantas públicas para producir de vacunas (Advanced Development and Manufacturing o ADMs), pero la estructura era parecida a las alianzas público-privadas. El gobierno invitó al sector privado a presentar propuestas para construir y operar plantas para producir vacunas, capaces de aumentar la producción en caso de epidemia. Pero el pool de respuestas fue muy limitado. Las grandes empresas farmacéuticas no estuvieron interesadas, por lo que los ADMs están en manos de equipos débiles, se sabe que no funcionan y que no tienen capacidad para producir las vacunas necesarias. Es decir, el modelo de subcontratación no ha funcionado.
Un funcionario estadunidense dijo “Para prepararnos para una gran crisis de salud pública necesitamos una instalación que sea propiedad del gobierno, que esté gestionada por el gobierno, con personal que venga del sector privado con experiencia técnica y normativa. Hay que contratarlos. Esta entidad podría ayudarnos a estar preparados y nos ahorraría un montón de dinero. ¿Por qué pagamos a las empresas para que desarrollen insumos médicos y luego les compramos esos productos con una prima? El modelo no tiene sentido”.
Como hemos visto, en E UU, la opción publica no partiría de cero. El Departamento de Salud y el NIH cuentan con mucha infraestructura para la investigación en salud, y podrían coordinar con las otras oficinas públicas federales, estatales y locales, incluyendo las universidades, laboratorios federales, el sistema de salud para los veteranos y las oficinas de correos. Podría convertirse en algo parecido a la OSRD de los 1940s.
Al igual que las empresas farmacéuticas públicas de otros lugares del mundo, las de EE UU no tendrían problemas en autosostenerse a través de la venta de medicamentos y proporcionarían ahorros para el gobierno. Todos los ingresos regresarían a las entidades federales, estatales y municipales que produjeran los medicamentos, y no habría que costear los miles de millones que las empresas invierten en compañas publicitarias y en las recompras de sus acciones. También aseguraría que los ingresos se quedaran en el país. Se sabe que nueve empresas farmacéuticas estadounidenses esconden más de US$500.000 en el extranjero para evitar pagar impuestos. Solo Pfizer cuenta con 157 subsidiarias en el extranjero donde oculta casi US$200.000 millones.
Además, como el sistema no estaría basado en poner precios máximos, ni en proteger la propiedad intelectual, habría más incentivos para colaborar y mantener el conocimiento científico en el dominio público, orientar las prioridades de I+D en respuesta a las necesidades, y asegurar la diseminación de todos los resultados.
El argumento de que solo las patentes estimulan la investigación se desmorona cuando se tiene en cuenta toda la innovación farmacéutica que se produjo antes de que aparecieran los inversionistas, y se analizan los otros modelos de I+D que se han utilizado. Generaciones de científicos investigaron sin aspirar en ser multimillonarios. Además, durante muchos años, muchos países no protegían a los medicamentos con patentes, algunas legislaciones incluso las prohibían o solo autorizaban las de proceso.
Cada vez hay más críticas al comportamiento actual de la industria y más interés en encontrar alternativas, incluyendo la producción pública. En el 2018 las congresistas demócratas Elizabeth Warren (Sen – Massachusetts) y Jan Schakowsky (Rep – Illinois) presentaron un proyecto de ley para establecer una Oficina de Producción de Medicamentos dentro del Departamento de Salud y Servicios Humanos para producir medicamentos genéricos asequibles. En 2020, la administración Trump llevó a juicio a Gilead por infringir dos patentes del gobierno sobre el uso de Kaletra para prevenir el contagio por VIH, y por haber estado cobrando cantidades exorbitantes durante años. La reputación de la industria farmacéutica está por los suelos y la mayoría de las encuestas indican que la población está a favor de la producción pública de medicamentos.
Fuente Original