Ética
La pandemia podría terminar pronto en los países ricos, pero no en los países en desarrollo. Esto es obra de la gran industria farmacéutica.
Por fin, este mes, recibimos buenas noticias respecto a la pandemia: dos vacunas experimentales de ARNm han demostrado tener una eficacia superior al 90% [1], y tras obtener el permiso de comercialización por situación de emergencia podría haber dosis disponibles para su distribución a finales de este año.
Y mientras esto es sin duda una buena noticia para algunos, no lo es para todos. Si vive en EE UU puede tener razones para creer que los oscuros días del COVID pronto terminarán. Pero si vive en Burkina Faso, esta pandemia no terminará pronto.
Como periodista económico que cubre a la industria farmacéutica, este año he visto de cerca cómo las grandes farmacéuticas han respondido a la pandemia. Al comienzo de la crisis, mi cinismo se transformó en cauto optimismo al observar que la industria respondía rápidamente a la llamada de todos a encontrar una vacuna. Ahora, a medida que estas vacunas se van acercando a la meta, vuelvo a temer que la forma cómo decidimos acelerar la producción – y a quién elegimos para recibir las primeras vacunas – esté revelando un lado más oscuro de la humanidad.
Para empezar, ya se han prometido muchas dosis de vacunas a los países ricos. La administración Trump concedió a Moderna y Pfizer contratos de miles de millones de dólares a cambio de 100 millones de dosis de su vacuna.
Asimismo, los grupos de derechos humanos han informado que el 82% del suministro de vacunas de Pfizer ya ha sido adquirido por un puñado de países ricos que representan el 14% de la población mundial; en el caso de Moderna, el 78% de las dosis han sido precompradas para el beneficio del 12% de la población.
Apenas la semana pasada, la Comisión Europea aprobó un cuarto contrato con Pfizer y BioNTech por 200 millones de dosis de su vacuna, con la opción de comprar 100 millones de dosis más. Sin embargo, la Comisión tenía mucho interés en destacar que se compromete a garantizar un acceso equitativo global y que los estados miembros pueden donar algunas de sus dosis si así lo desean.
La expresión “si así lo desean” es un sofisma, ya que ha habido múltiples oportunidades para que los gobiernos y las empresas farmacéuticas demuestren su compromiso en garantizar que todos, independientemente del lugar del mundo donde vivan, tengan igual acceso a la vacuna.
Se reconoce ampliamente que ninguna empresa farmacéutica tiene la capacidad de suministrar una vacuna al mundo entero. Todas y cada una de las compañías farmacéuticas necesitarán ayuda. Eso significa que si los gobiernos se tomaran en serio la necesidad de llegar a todos los habitantes del planeta, podrían obligar a las empresas farmacéuticas que han recibido estos contratos multimillonarios a renunciar a todos los derechos de patente. Pero no sólo no ha sucedido, sino que las compañías farmacéuticas están haciendo todo lo posible para que no suceda.
El mes pasado, India y Sudáfrica acudieron a la Organización Mundial del Comercio (OMC) para solicitar una exención de todos los derechos de propiedad intelectual sobre las vacunas, tecnologías y terapias para el COVID-19. Un puñado de países ricos, incluyendo EE UU, la UE, Canadá, Japón y Reino Unido (curiosamente, los mismos países que compraron el 82% de la vacuna Pfizer) rechazaron la propuesta y dijeron que los países más pobres deberían, en cambio, emitir licencias obligatorias.
Una licencia obligatoria consiste en que un país obliga al titular de una patente a renunciar a sus derechos a cambio de una compensación posterior. El representante de Sudáfrica dijo en la OMC al conjunto de las naciones ricas que este acercamiento no es adecuado para la actual pandemia, porque hacerlo “producto por producto” llevaría demasiado tiempo, y de todos modos muchos países no tienen leyes en vigor que les permitan exigir una licencia obligatoria. Estos argumentos no convencieron a los países ricos.
Los países en desarrollo podrían haber evitado las licencias obligatorias si las empresas farmacéuticas hubieran decidido donar sus patentes. En marzo, la OMS puso en marcha el Fondo de Acceso a la Tecnología COVID-19 (C-TAP por sus siglas en inglés), que incluye el Compromiso de Covid Abierto (Open Covid Pledge), por el que las empresas pueden donar sus patentes, tecnología y conocimientos técnicos para ayudar a luchar contra la pandemia. Hasta ahora sólo 40 países han respaldado el C-TAP, y los países que han prometido los casi US$16.000 millones para combatir la pandemia han sido reticentes a condicionar la recepción de fondos públicos a que se compartan los derechos de propiedad intelectual.
Hasta el momento de distribuir esta publicación, ninguna de las compañías farmacéuticas que está desarrollando vacunas COVID-19 ha contribuido voluntariamente al Compromiso de Covid Abierto. Esto incluye no sólo las patentes de las vacunas, sino también toda la tecnología relacionada con la entrega de las vacunas.
Hasta ahora, en esta carrera por la vacuna COVID Moderna es la excepción porque ha dicho que mientras dura la pandemia renunciará a todos los derechos de patente. Es una buena noticia que se debe celebrar, pero también hay que señalar que algunas de las patentes de Moderna no son válidas [2], por lo que hacer valer esos derechos contra las empresas de genéricos que quieran reproducir la vacuna podría no ser la mejor estrategia legal. Los otros productores de vacunas, como Pfizer, Johnson & Johnson y AstraZeneca, no han seguido el ejemplo.
Pero incluso si los países ricos y las empresas farmacéuticas insisten en no renunciar a los derechos de patente, podrían utilizar otros mecanismos que para lograr un acceso más amplio. El Grupo de Patentes de Medicamentos (Medicines Patent Pool o MPP) se creó para hacer frente a la pandemia de VIH. Se solicitó a las empresas farmacéuticas que aportaran sus antivirales al banco de patentes a cambio de una licencia de un fabricante de medicamentos genéricos. Es importante aclarar que las compañías farmacéuticas siguen ganando dinero con este acuerdo; continúan vendiendo sus nuevos medicamentos a los países ricos a altos costos y aportan sus versiones más antiguas al banco de patentes. Luego, las licencias de estos medicamentos se ofrecen a fabricantes de genéricos en el otro lado del planeta, que fabrican los antivirales a un costo reducido para los países pobres. Esto ha sido un éxito rotundo para el tratamiento del VIH.
En marzo, el MPP amplió su mandato para incluir las terapias COVID-19 para los países de ingresos bajos y medios. Una de las primeras terapias aprobadas fue el remdesivir de Gilead [3], un tratamiento antiviral que se demostró que acortaba la hospitalización de los pacientes con síntomas graves [4] (Nota de Salud y Fármacos, lo que se ha demostrado es que disminuye la duración de los síntomas, pero no se sabe si también disminuye la estadía hospitalaria). Pero en lugar de otorgar una licencia voluntaria al MPP, que habría disminuido la escasez y bajado los precios, Gilead decidió fijar un precio global alto, de 390 dólares por vial (520 dólares para los EE UU). Se estima que el costo de fabricación de un solo vial es inferior a US$1 [4]. Cabe destacar que Gilead recibió más de US$70 millones de los contribuyentes de EE UU para investigar el antiviral.
Lo más frustrante de la distribución de la vacuna es que esta inevitable catástrofe moral podría haberse evitado. Cuando la pandemia estalló en todo el mundo, hubo un enorme apoyo a la idea de contar con una “vacuna del pueblo” con financiación pública y al alcance de todos.
La parte de la financiación pública se hizo realidad. Las compañías farmacéuticas han recibido miles de millones de dólares para investigar estas vacunas y a cambio tienen la esperanza de ganar otros miles de millones de dólares. Si se rompieran las patentes y los fabricantes de genéricos pudieran producir vacunas a voluntad, las grandes compañías farmacéuticas perderían beneficios. Los gobiernos y las organizaciones de salud (como, Fundación Bill y Melinda Gates) que financiaron a estas compañías farmacéuticas con miles de millones de dólares tenían una opción: podrían haber estipulado de forma clara y transparente en sus contratos con estas empresas farmacéuticas que todas las patentes de COVID-19 debían ser de propiedad pública y estar disponibles para todos. Podrían haberlo hecho, pero decidieron no hacerlo.
Referencias