Es preciso apostarle a una política de Estado que promueva la reactivación del sector.
Hasta finales de los años 90 Colombia producía vacunas. En 1998 se registraban más de 2,5 millones de dosis para fiebre amarilla, 11 millones de toxoide tetánico, 6,5 contra la tuberculosis, 600.000 para difteria y tétano, así como también otros productos básicos farmacéuticos. Logramos, incluso, como señala el profesor Wasserman, erradicar la viruela con vacunas nacionales. Fuimos una potencia y referente regional.
A inicios del gobierno de Andrés Pastrana, ante la estrechez fiscal y una lógica cortoplacista, se echaron por la borda décadas de desarrollo y se dejó de invertir en los laboratorios y centros de investigación nacionales. Perdimos gran parte de nuestra capacidad instalada. Hoy, nuestro país no solo debe importar las vacunas, sino incluso las jeringas para inocularla. Como admitía el ministro Fernando Ruiz en junio del 2020, enfrentamos una situación de dependencia tecnológica y farmacéutica.
Ante la acelerada carrera por las vacunas, el desabastecimiento y el acaparamiento de las principales potencias, hoy pagamos el precio de haber perdido la soberanía farmacéutica, incluso frente a cosas aparentemente sencillas como la producción de kits de pruebas que no requieren de patentes. Nos encontramos en desventaja no solo por ser un país de renta media, sino por carecer de una infraestructura como la que tienen México, Argentina y Brasil, que les permite recibir transferencias tecnológicas. Las presiones comerciales junto con la ausencia de acciones coordinadas con otros países para resolver problemas comunes, tal y como lo sugiere Claudia Vaca, han ido marchitando las posibilidades de recuperar una mínima dosis de independencia frente a empresas y mercados globales.
A las desafortunadas decisiones que significaron el decaimiento de la producción nacional se suma también la pobre inversión en un sector prioritario no solo para reducir el sometimiento farmacéutico, sino la dependencia industrial en general. Muchos celebramos la creación del Ministerio de Ciencia. Con él se impulsaría por fin una política de Estado volcada hacia la innovación, la ciencia y la tecnología. Desafortunadamente, aún hoy allí se destina menos del 1 % del PIB, muy por debajo del promedio de los países de la OCDE, que se sitúa sobre el 4 %. Es tan ínfimo el compromiso en la materia que en el plan nacional de desarrollo no se menciona siquiera la posibilidad de avanzar en la senda de una verdadera autonomía científica y tecnológica.
Como si ello no bastara, según un documento presentado por Asinfar en el 2018 y que proponía la adopción de una política industrial farmacéutica, se evidenció que en Colombia hay un entorno institucional y regulatorio burocratizado e ineficiente. Adicionalmente, persisten debilidades en la formación del talento humano y la inversión nacional en biotecnología es casi inexistente. Eso sin mencionar las barreras para el desarrollo del sector derivadas de los acuerdos comerciales con grandes empresas farmacéuticas.
La pandemia nos ha enfrentado a enormes retos de salud pública. Es claro que la prioridad debe ser la salvaguarda de la vida y la pronta inmunización de la población. Sin embargo, invita también a reflexionar sobre nuestras propias debilidades y la necesidad de adoptar una hoja de ruta para mitigar los efectos sociales, políticos y económicos que genera la excesiva dependencia tecnológica y farmacéutica. Con ello se pierde, sin darse cuenta, la soberanía estatal y se arriesga el orden público en términos de protección de la vida y la salud colectiva. La endémica precariedad del Estado y el atraso e involución tecnológica, aunadas en esta materia a una anémica relación público-privada, colocan a Colombia a merced de las condiciones del mercado global, donde, desafortunadamente, distamos de ser jugadores de peso. Estamos en desventaja casi absoluta y hay que salir de ella.
Mirando hacia adelante, son varias las propuestas que valdría la pena tener en cuenta. En 2019 se convocó a la Misión de Sabios, en la que se insistió en la importancia de implementar una política industrial en salud, más allá del tímido Conpes 155. Se debe entonces apuntar a desarrollar productos innovadores como medicamentos de síntesis químicas y biológicas. Así mismo, procurar una mayor transferencia e intercambio de conocimientos, una actualización tecnológica y la consolidación de centros de innovación de la mano con las universidades. Merece también que se revisen iniciativas legislativas como el proyecto de ley 372 de 2020, que busca lograr la seguridad farmacéutica en nuestro país. Allí, entre otros importantes asuntos, se propone fortalecer la capacidad de investigación, innovación, manufactura, producción y distribución de medicamentos. Esta clase de proyectos advierten sobre la importancia de considerar las vacunas e insumos médicos como bienes públicos esenciales. Esta es una nueva dimensión insoslayable del orden público del siglo XXI.
Lucen desconcertantes las imágenes de ventiladores mecánicos, tan necesarios y que con mucho esfuerzo fabricaron algunas universidades, arrumados en un cuarto por las trabas burocráticas y la inoperancia de instituciones como el Invima, que se ha reducido a fungir como tramitador de licencias. Si queremos recuperar nuestra soberanía tecnológica y farmacéutica, en un ámbito mínimo, es preciso apostarle a una política de Estado y de sociedad que persiga detener esa fatal dependencia y que promueva la reactivación del sector. Hacerlo es indispensable para nuestra subsistencia. Que la próxima pandemia no nos coja fuera de base, en el vagón de atrás de las multitudes más pobres y periféricas del planeta.