Ética
“Publica o perece”. La consigna se hizo popular en el mundo universitario occidental en la primera mitad del siglo XX, y para la década de 1980 ya ni se cuestionaba en medio mundo. Desde entonces, ese precepto se ha pulido e institucionalizado, y se traduce en la creciente presión que sufren los investigadores para publicar en revistas científicas que pertenecen a un puñado de empresas. Los grupos (https://revistadepedagogia.org/lxxvi/271/las-trampas-de-las-publicaciones-academicas/101400065058/) Reed-Elsevier (hoy RELX Group, de Holanda), Springer (Alemania), Taylor & Francis (Reino Unido) y los estadounidenses Sage y Wiley-Blackwell concentraron más del 50% de los textos de investigación publicados en 2013, y un 70% de los artículos de ciencias sociales.
Investigadores y docentes universitarios están obligados a cumplir anualmente una serie de requisitos o “méritos”, entre los que destaca la publicación de artículos científicos (papers). Los textos son evaluados según el “sistema de referato” o evaluación por pares: dos o más especialistas son designados para juzgar si el artículo es apto para ser publicado. Instituciones públicas como la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (Aneca) en España o el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) en Argentina controlan la acreditación de tales méritos, de los que dependen la carrera y el salario del investigador.
“El problema es que la obligación de publicar cierto número de artículos en un año es incompatible con la propia labor de investigación, que atraviesa momentos de mayor y menor productividad. Se está evaluando al peso, el criterio es más cuantitativo que cualitativo, y eso es perverso”, afirma Pilar Pinto, docente en la Universidad de Cádiz y candidata a doctora en Arte y Humanidades. Esa presión por publicar se debe compaginar además con un buen número de horas de docencia.
El sistema de evaluación interfiere en los propios temas que se escogen: “Las revistas proponen temas para sus dosieres, y eso termina condicionando lo que decidimos investigar y escribir”, sostiene Pinto.
“En matemáticas, hay un largo trabajo de siembra y no sabes cuándo vas a recoger; cuanto más complejo el problema, menos seguridad tienes de que va a derivar en algo que puedas publicar. Así que el sistema empuja a los jóvenes investigadores a abandonar temas profundos para centrarse en algo que se pueda resolver fácilmente; por ejemplo, tomar lo que ya está publicado y mejorar algunos cálculos”, explica el doctor en Matemáticas Mattia Perrone. “No se valoriza a los investigadores con capacidad, sino a quienes han comprendido el funcionamiento del sistema”, apostilla Pinto.
El negocio de las publicaciones científicas
Los puntos que la publicación de un artículo le otorga a un investigador dependen de la clasificación que tenga la revista, y esto según el índice o “factor de impacto” de cada una. Ese índice se calcula en función de cuántas veces ha sido citada una revista en comparación con sus competidoras. Ocurre que, si las revistas mejor posicionadas en el ranking puntúan más, los investigadores se esforzarán por publicar en ellas, lo cual alimenta una inercia que refuerza cierto tipo de revistas y temas. Las revistas más solicitadas, las que más puntúan, llegan a pedir 1.500 euros por evaluar un artículo para su publicación, un precio que suele pagar el departamento universitario.
“Sólo puede formar parte de la élite académica quien se lo puede costear. Y está pensado para los intereses de Estados Unidos y Europa, porque en Argentina es impensable pagar esas cantidades”, sostiene Alexandre Roig, docente en la Universidad San Martín (UNSAM) de Buenos Aires, secretario académico y exdecano del Idaes. Además, las revistas mejor posicionadas están en inglés, lo que deja fuera a muchos investigadores que no tienen fluidez en esa lengua.
Cobran a los autores por evaluar una publicación y tampoco pagan a los evaluadores, que tienen que conformarse con la compensación de sumar una línea más en su currículum. En definitiva, a pesar de que la mayor parte de los investigadores han sido formados en universidades públicas y trabajan también en instituciones públicas, su trabajo necesariamente debe pasar por este tipo de revistas privadas que imponen sus normas.
Además, las revistas encuentran un público cautivo en las universidades. Los departamentos universitarios se ven obligados a gastar una parte nada desdeñable de su presupuesto en suscribirse a ciertas publicaciones para estar al día con la literatura científica: si leer un único artículo en la web puede costar entre 20 y 50 euros, la suscripción anual a una revista oscila entre los 2.000 y los 20.000 euros (https://ctxt.es/es/20181003/Culturas/22049/Francisco-Castejon-academicos-articulos-monopolio-alcance.htm). Y, en muchos casos, las empresas de publicaciones obligan a que las suscripciones sean por varios años (https://www.elconfidencial.com/tecnologia/ciencia/2018-02-21/editoriales-elsevier-open-access-desactiva_1524848/) y que incluyan varias revistas. Los abusos fueron tales que, en 2018, las instituciones universitarias suecas y alemanasdecidieron cancelar su suscripción a las publicaciones de Elsevier por no llegar a un acuerdo que considerasen justo (https://www.the-scientist.com/news-opinion/universities-in-germany-and-sweden-lose-access-to-elsevier-journals–64522).
Y es que, según este modelo, el dinero público invertido en investigación es transferido a ciertas empresas editoriales. “Se está limitando el acceso al saber”, afirma Perrone, y cuenta que tuvo que pagar 30 euros para acceder a un artículo que él mismo había escrito. Otro efecto es que los académicos tienden a dividir los resultados de sus investigaciones en el mayor número de artículos posibles; una práctica conocida como ‘salami slicing’ (https://francis.naukas.com/2010/09/16/ahogados-en-articulos-el-negocio-de-las-publicaciones-cientificas/). Por ello, se multiplica el número de papers que se publican, pero éstos tienen cada vez menor interés. Y las revistas cobran por evaluar cada uno de ellos.
En 2018, surgió en Europa el Plan S (https://www.coalition-s.org/about/), con “s” de Shock. Es una iniciativa de cOAlition S, un consorcio lanzado por el Consejo Europeo de Investigación (ERC) junto con agencias nacionales de financiación de once países de la UE, Jordania, Zambia, Reino Unido y Estados Unidos que obligará a los investigadores a publicar su trabajo en revistas y repositorios de libre acceso. La idea inicial era que el Plan S entrase en vigor en 2020; ahora se espera que lo haga en 2021.
Sin embargo, no está claro cuáles serán las consecuencias de esta iniciativa. Las revistas más influyentes ya han comenzado a abrirse camino y algunas, como Nature, han lanzado un sistema de acceso abierto para publicar —de forma compatible con el Plan S— una parte de sus contenidos. El truco es que, para publicar ahí, habrá que pagar tarifas mucho más altas, que pueden rondar los 9.500 euros (https://www.larazon.es/ciencia/20210101/pvgvj4ojlzf3fl4mbz5sr2igky.html).
Creatividad versus disciplina
Otra consecuencia, especialmente para los países en desarrollo, es la desconexión de la investigación con la realidad local: “Lo que se valora es la publicación en revistas indexadas, y no la posibilidad de aplicar el conocimiento en el país. En Argentina, la profesionalización de la investigación se ha hecho de espaldas a las posibilidades de aplicar los avances científicos”, apunta Bruno Fornillo, doctor en Ciencias Políticas, investigador de Conicet y docente de la Universidad de Buenos Aires. Y concluye: “Los criterios de evaluación a los que se ven sometidos los científicos no son razonables, porque su idea de excelencia se mide en términos de publicaciones en revistas globales sin vínculo con la realidad del territorio”.
Ahí radica, cree Roig, una de las razones de lo que él define como crisis de legitimidad de las ciencias sociales: “La evaluación por pares es valiosa, porque garantiza el rigor de la investigación. Pero si se convierte en la única forma de validación, está excluyendo la validación social, y así, la ciencia se va construyendo a espaldas de la sociedad”. Roig propone otras formas de validación del saber científico: “exponer los resultados frente a los actores sobre los que uno trabaja, participar en debates públicos, comunicar los resultados a través no sólo de la escritura sino también del dibujo, los medios audiovisuales y el arte”.
En los años 60 y 70, era visible una figura del intelectual que daba clases en la universidad y estaba profundamente implicado en los problemas sociales de su tiempo; Mayo del 68 y los pensadores franceses de la época son un caso paradigmático. Unas décadas después, y en el contexto de la expansión del modelo neoliberal, se ha instalado en las universidades un sistema que genera grandes beneficios a un grupo de empresas.
Pero tal vez no se trata sólo del lucro: “Mi impresión es que el modelo está pensado para que dejen de ‘molestar’ los intelectuales”, aventura Fornillo. “Es un sistema disciplinario y, como tal, es contrario al saber: de lo que se trata es de fortalecer una cierta jerarquía”, matiza Perrone.
Mientras tanto, los investigadores, inmersos en esa lógica de la productividad, pierden capacidad para el pensamiento crítico y la reflexión acerca de sus propias prácticas. Como ironiza Alexandre Roig: “Hoy, el libro de Pierre Bourdieu no se llamaría El oficio del sociólogo, sino El oficio de un especialista en escribir papers”.