Ética
Una habitación tranquila: neurolépticos para una biopolítica de la indiferencia, es un libro de Sandra Caponi, profesora del Departamento de Sociología y Ciencias Políticas de la Universidad Federal de Santa Catarina. El objetivo de la autora fue dar un paso atrás en la historia para entender las bases epistemológicas que sustentan la llamada “revolución psicofarmacológica”, que comenzó con el descubrimiento del primer antipsicótico, la clorpromazina, en 1952. La autora se inspira en el problema actual de la psiquiatrización de la infancia con objetivos preventivos, concretamente con la prescripción de antipsicóticos atípicos para diagnósticos ambiguos, y trata de rescatar el contexto desde sus inicios.
El objetivo de la investigación es mostrar la fragilidad de la tesis que defiende la idea de que en el campo de la psiquiatría biológica ha habido una revolución o una ruptura epistemológica, que está vigente desde el descubrimiento de la clorpromazina. Para ello, Caponi, analiza los discursos y estrategias de intervención, observando las continuidades y rupturas en las terapias utilizadas antes y después del descubrimiento de los neurolépticos.
La clorpromazina comienza utilizándose como antihistamínico, luego como anestésico y, posteriormente, en el hospital psiquiátrico para el tratamiento de pacientes psicóticos. Los estudios de Delay y Deniker discuten su eficacia para calmar a los pacientes en las salas de psicóticos. La clorpromazina comenzó a venderse bajo el nombre de toracina, que todavía existe. El permiso de comercialización de la toracina se otorgó, en un principio, para controlar las náuseas y los vómitos, sin embargo, el pico de ventas se produjo como antipsicótico.
Caponi analiza las estrategias para legitimar la clorpromazina, es decir, cómo los estudios clínicos y estadísticos evaluaron la funcionalidad de este medicamento y los efectos terapéuticos que debía tener para ser considerada efectiva. La investigación muestra que las observaciones se construyen a partir de parámetros de evaluación que son propios del campo social, en el que se juzgan más las conductas que la patología en sí. Haciendo un análisis de estos estudios desde la perspectiva epistemológica y sociológica, Caponi afirma que constituyen una estrategia biopolítica eficaz para garantizar la reorganización y gestión del campo de la psiquiatría. En este contexto, la clorpromazina aparece como una estrategia para gobernar la locura, dentro y fuera de los hospitales psiquiátricos.
Después de más de setenta años, aún no se han encontrado las causas de los trastornos mentales, pero el modelo hegemónico sigue utilizando el modelo médico para entender la acción de los psicofármacos, que se centra en la enfermedad y la curación. Así, psiquiatras, neurólogos, entre otras especialidades médicas, tienen un enorme poder de decisión sobre la vida de los pacientes y transforman las narrativas de sufrimiento en síntomas de trastornos mentales, que pueden definir un diagnóstico y una terapia adecuada. En base a este supuesto conocimiento científico, el médico especialista decide el fármaco que debe consumir el paciente, quién al no tener conocimientos científicos para cuestionar, tiene que estar de acuerdo.
En el caso de la clorpromazina, era posible calmar a los pacientes manteniéndolos despiertos. Aunque la administración del fármaco se asoció a efectos adversos, como dificultades psicomotoras, deterioro de la motricidad, deterioro de la capacidad intelectual, etc. las reacciones provocadas por el neuroléptico no se consideraban efectos secundarios indeseables, sino una manifestación de la acción del fármaco y de su eficacia terapéutica. Aun así, este medicamento ganó visibilidad internacional en la segunda mitad de la década de 1950, y fue considerado revolucionario, impulsando el millonario mercado de los medicamentos psiquiátricos.
Los pacientes que tomaban este medicamento permanecían tranquilos y despiertos, lo que permitió realizar observaciones clínicas más sistemáticas sobre los efectos que el fármaco producía en el estado mental de los pacientes medicados y no medicados, permitiendo realizar estudios estadísticos comparativos. La idea era que cuando se silenciaran los gritos, las inquietudes, la rotura de puertas y muebles, y se controlaran los intentos de fuga, se podía prestar más atención a la persistencia o no de los síntomas de la enfermedad. Caponi dice que esta es una estrategia que permite garantizar el ejercicio del dispositivo disciplinario dentro del hospital psiquiátrico. Los neurolépticos aseguran que las habitaciones del hospital estén organizadas, permiten controlar la duración del tratamiento, normalizan las prácticas y comportamientos de la forma esperada, refuerzan la sumisión y aceptación de la autoridad, refuerzan el poder del psiquiatra.
Según Caponi, los textos publicados en la década de 1950 enfatizaban la tranquilidad en el interior de los hospitales y la posibilidad de que los pacientes fueran dados de alta y pudieran seguir el tratamiento en casa, aunque los graves efectos secundarios derivados del consumo de la medicación no fueron completamente negados ni silenciados. Tras la aparición de la toracina, la industria farmacéutica comenzó a invertir en publicidad, promoviendo la reducción de la necesidad de confinamiento, del uso de electroshocks y lobotomías, la prevención de la destrucción de bienes y materiales, mejorías en el estado de ánimo de los pacientes y, especialmente el facilitar la salida de los pacientes de los hospitales, es decir, les permite insertarse en esta nueva modalidad terapéutica que entonces estaba en sus comienzos y que definimos como tratamiento continuo.
El inicio del uso de medicamentos como una forma de resolver los problemas conductuales de la vida cotidiana se consolidará en las últimas décadas del siglo XX, con la generalización del uso de psicofármacos como el Prozac. El uso de estos medicamentos se va ampliando, se usa para las psicosis y también para tratar el sufrimiento diario y las conductas consideradas desviadas. Este proceso coincide con la reformulación de los diagnósticos psiquiátricos, iniciada en 1980, utilizando los grupos de síntomas publicados en el DSM-III.
La toracina se anuncia como un fármaco dirigido a controlar y normalizar los comportamientos. La publicidad destaca el interés de insertarse en el mercado, además de recomendarla para las mujeres deprimidas, cansadas o nerviosas, se empieza a utilizar en niños y ancianos. En los niños, la publicidad (1956) propone la toracina para controlar la hiperactividad, la ansiedad, mejorar los hábitos de sueño, aumentar la receptividad a la supervisión, es decir, hacer que los niños sean más disciplinados y gobernables. En el caso de los ancianos, la publicidad (1959) se refiere a la toracina como una ayuda para manejar el comportamiento de los ancianos, como la agresividad, la beligerancia, el hablar demasiado, o no obedecer a quienes les cuidan.
Desde los inicios de la psicofarmacología hasta la actualidad, las hipótesis etiológicas establecidas a partir del modelo centrado en la enfermedad siguen siendo desconocidas. No hay evidencia científica sobre redes causales, neuroquímicas, genéticas o neuroeléctricas, sin embargo, los psicofármacos que se utilizan son los mismos. La clorpromazina, en particular, continúa utilizándose gracias a los argumentos que la legitiman por promover la docilidad, la indiferencia, la normalización de las conductas agitadas de los pacientes psicóticos, la tranquilidad en las habitaciones de los hospitales psiquiátricos.
Es en esta lógica de seguridad y anticipación de riesgos donde surgen nuevas patologías psiquiátricas infantiles, como el Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH), el Trastorno de Oposición Desafiante (TOD), así como la ampliación de algunas categorías psiquiátricas, como el trastorno del espectro autista (TEA). Así, este discurso legitimó una especificidad llamada “psiquiatría del desarrollo”. Si bien no existen síntomas ni evidencias para identificar precozmente una patología psiquiátrica en la infancia temprana, el argumento de prevenir un cuadro psiquiátrico para cuando lleguen a la etapa adulta es una estrategia para fomentar el gran mercado de medicamentos psicotrópicos a lo largo de toda la vida.
Caponi, en su libro, describe cómo se difunde el conocimiento médico, estadístico y psiquiátrico a través de la publicidad de la industria farmacéutica, comenzando por los primeros neurolépticos, desde la toracina hasta la risperidona, que circulan en sociedades liberales y neoliberales.
Finalmente, Caponi presenta un análisis de las transformaciones ocurridas en el DSM-5 (APA, 2013), específicamente en el campo de los trastornos mentales infantiles, cuyos cambios significativos ocurrieron desde la edición del DSM-III (APA, 1980) hasta la última edición del manual, el DSM-5, publicado en mayo de 2013. El capítulo del DSM-5 que estaba destinado a los trastornos diagnosticados en la infancia ha sido reemplazado por “Trastornos del neurodesarrollo”, que se refiere a los trastornos causados por una discapacidad neurológica específica, sin embargo, estas supuestas causas neurológicas siguen siendo desconocidas. Los trastornos que componen este capítulo del DSM-5 son: Discapacidades intelectuales, trastornos de la comunicación (lenguaje, habla, tartamudeo, etc.), trastornos del espectro autista, trastorno por déficit de atención con hiperactividad, trastornos del aprendizaje, tics (Tourette), entre otros. Caponi señala que en los últimos años se ha incrementado la prescripción de medicamentos como Ritalin, Concerta y Risperidona para niños, como medida para controlar la conducta. Si, por un lado, permiten disciplinar y fijar la atención, por el otro inhiben la capacidad creativa, lúdica y cuestionadora propia de la infancia y la adolescencia.
Según la autora, hay determinadas formas de clasificar el sufrimiento psicológico que se consideran válidas, pero otras clasificaciones no deberían legitimarse. Asimismo, existen determinadas intervenciones terapéuticas o formas de definir un diagnóstico que pueden considerarse adecuadas, pero otras no. Caponi explica que las verdades de la psiquiatría incluyen la existencia de tecnologías gubernamentales sobre los sujetos, desde las duchas frías de Leuret hasta la prescripción de antipsicóticos atípicos, cuya legitimidad está en las reglas, normas, instituciones y leyes defendidas por la psiquiatría a lo largo de la historia.